jueves, 29 de enero de 2009

Entrevista


Suplemento Soy - Página/12
Viernes, 19 de Diciembre de 2008

Entrevista > Amanda Rosenfeldt

Mujer no se nace, padre tampoco

Por Paula Jiménez

Te definís como una “mujer-padre”, ¿qué significa?
–Yo me identifico como mujer y soy padre. Tengo dos hijos que durante buena parte de sus vidas me conocieron como hombre. A partir de la transición yo sigo siendo su padre, pero soy mujer. Ellos me dicen “papi”, lo cual no llama la atención de nadie, porque la gente, con la apariencia que yo tengo, no piensa que soy el padre sino que mi nombre es “Papi”.

¿Se modificó la relación con ellos a partir de tu transición?
–Se modificó porque, para mí, pasar de hombre a mujer significó separarme de mi esposa, mudarme de casa y alejarme de mis hijos, con quienes yo convivía. Ese, creo, fue el cambio más importante. Y ellos sufrieron esta separación como la sufre cualquier chico cuando sus padres o sus madres se separan. Tuvimos que reconstruir la relación a partir de esta separación física, pero nunca hubo un alejamiento afectivo.

¿Cómo empezó tu transición?
–A los 37 años. Antes lo había intentado, pero no me animé. Tenía mucho miedo al rechazo, a la censura familiar y social, y también a perder a mi esposa, a quien quiero mucho y que, sin duda, es la mujer de mi vida. Sin embargo, yo sabía que en cuanto ella supiera que yo quería cambiar de género, que me sentía mujer viviendo en un cuerpo de hombre o cualquier otro cliché por el estilo, en cuanto ella supiera esto, yo sabía que me iba a dejar. Así que lo postergué hasta que no soporté más y tomé la decisión. Empecé con las hormonas, al poco tiempo algunas cirugías, primero la cara, después seguí por el cuerpo. El orden en que cada una hace sus operaciones es muy personal. Hay algunas que no se operan nada y otras empiezan por la parte que más les importa, y que en mi caso fue la cara.

Sos escritora. ¿Has escrito algo sobre tu experiencia?
–Desde que empezó mi transición no escribí una sola línea. Todas mis energías fueron destinadas a crearme a mí misma. La verdad es que no sabría sobre qué escribir. Mucha gente me dice que cuente mi historia, pero la mayoría no la entendería. Es una historia difícil de comprender. Cuando pasás de un género a otro hay un momento en que estás fuera de género y empezás a ver cómo funciona la sociedad. Después volvés al género, pero del otro lado, y esa es una experiencia casi de iluminación. Hay que vivirla para saber qué es. Me encantaría tener la capacidad de poder narrar eso. Y quizás algún día tenga tiempo; hoy por hoy, no.


¿Eso que describís como el paso de un género a otro fue “un momento” o más que eso?

–Un tiempo en que yo estuve prácticamente en un lugar intermedio entre hombre y mujer, fuera de los géneros típicos. No encajaba en ninguno de los dos y vi el funcionamiento de la estructura social. Y fue inevitable volverme feminista y notar las diferencias que hay, el trato de la gente, las autoridades tan dispares que se le asignan a cada género, el diferente valor. Y cómo se relaciona cada género con el resto de las personas. Por ejemplo, en cosas muy simples, cuando sos hombre tenés que cederle el paso a todo el mundo, y cuando sos mujer, las más viejas pasan antes y las más jóvenes pasan después, son códigos. Y hay un momento en que no encajás en ningún lado, lo cual es una experiencia de mucha soledad. Conozco personas que predican la transgeneridad, y yo lo creí posible para mí, pero no, no serví para eso. Creo que hay personas legítimamente transgenéricas, yo no pude; considero que tengo elementos transgenéricos, pero con una base en la mujer. El hecho de declararme mujer–padre es una declaración transgenérica.

¿Pensás que todo transexual pasa por un período de transgeneridad?
–No, no... o quizá sí, pero no lo ven como tal. Depende de qué conciencia tenés de tu situación, tu aspecto físico, tu rol social. Porque hay estadíos intermedios, tanto en lo social como en lo físico. Y también hay transexuales que se operan los genitales y dicen “ya está, ya cambié de sexo” y, sin embargo, siguen teniendo la apariencia anterior, y socialmente no son considerados de la misma forma en que se conciben a sí mismos o a sí mismas. Pero están felices con eso y está todo bien. Yo tengo quizás más conciencia de algunos detalles.

¿Cómo les transmitiste a tus hijos lo que te estaba pasando?
–Fueron dos momentos distintos, porque uno tenía 13 años y el otro 5. Al mayor se lo dije directamente. Fuimos a una pizzería y le conté. Yo en esa época estaba cambiando de trabajo. Había trabajado como vendedor en una inmobiliaria, con saco y corbata, empecé mis cambios en ese momento y me echaron. De pronto iba al trabajo con la cara medio rara, me empezaba a crecer el pelo, me estaba depilando, iba con la piel picada por la electrólisis. Tenía un aspecto extraño. Cuando me fui de ahí, seguí buscando trabajo en el rubro y al mismo tiempo surgió la posibilidad de poner un negocio propio, en el cual yo iba a poder hacer mi transición libremente. Era un locutorio, trabajo chato, aburrido, mediocre, todo el tiempo vendiendo cosas que valen 20 centavos. Pero me servía para ir cambiando sin que nadie me estuviera criticando. Y yo le planteé a mi hijo: yo quiero ser mujer y tengo dos opciones: volver a trabajar como hombre o en el negocio, llevando adelante mi transformación, ¿qué te parece? Y él, que estaba shockeado todavía con la noticia, me respondió: Hacé lo que te haga feliz a vos. A pesar del golpe, prevaleció el afecto. Y a mí eso, como padre, me llenó de satisfacción. A partir de ese momento, él fue mi mejor compañero.

Y con el menor, ¿cómo fue?
–Con el otro fue más complicado porque su madre estaba convencida de que antes el nene tenía que ir a una psicóloga. Cosa que yo no compartía, pero accedí. Al principio yo me vestía toda la semana como mujer y cuando lo iba a buscar me ponía ropa de hombre. Muy incómodo para mí. Usaba camisas grandes para que no se notara que me estaban creciendo tetas. Y al mismo tiempo las hormonas empezaban a hacer efecto, y no sé si el nene se daba cuenta o no, pero yo tenía que simular para no pelearme con mi ex. Yo quería decírselo lo antes posible porque estoy segura de que cuanto menor es el chico mejor lo acepta, porque no tiene prejuicios. Un chico que se cría con una familia con costumbres distintas a las del resto de la sociedad, acepta lo que ve en la casa como normal. Y yo quería que mi hijo aceptara que tener un padre-mujer fuera normal, porque para mí lo es. Y la terapia con esa psicóloga fue un desastre. Pasaba el tiempo y el chico parecía nunca estar preparado, según ella, para que yo le cuente. Un día me cansé y le reclamé que le estábamos pagando por algo que no hacía. Un día lo hizo jugar con un muñeco de la Pantera Rosa y le preguntó a mi hijo si era hombre o mujer, a lo que él respondió: hombre. Ella sostenía que era mujer porque es “la” pantera y era rosa. Entonces mi hijo agarró el muñeco, tomó la cola y se la pasó por adelante, entre las piernas del muñeco, y le hizo un pito. Así que un día dije: basta, yo voy a hablar con mi hijo, no me lo van a impedir más. Y tuve a toda la familia en contra, a la madre de los chicos, a mis padres, amistades. Pero lo hice igual porque es mi hijo y tengo conciencia de cómo está nuestra relación. Quería decírselo para evitar que en el futuro me reprochara: ¿por qué no me lo dijiste antes? Eso es lo que me reprochó todo el mundo cuando a los 37 años les dije que iba a ser mujer. Bueno, a mi hijo lo encaré por el lado de los cuentos. Le dije: ¿te acordás que en el cuento de la Sirenita, ella era en parte mujer y quería ser totalmente mujer? Bueno, yo soy igual, y aunque tenga que sufrir como sufrió la Sirenita, lo voy a ser, de todos modos. Se quedó perplejo y se pensó que le estaba haciendo un chiste. Le dije que no, que era verdad, entonces empezamos a reírnos mucho, juntos.

¿Te sentiste acompañada por ellos?
–Sí, totalmente. Para darte un ejemplo: cuando yo hacía prácticas para tener una voz más femenina —porque no me salía, siempre me decían “señor”— no me animaba a hacerlo delante de nadie más que de mis hijos, y ellos me daban consejos. Son mis mejores amigos.

¿Por qué dijiste que querías ser mujer recién a los 37 años?
–No lo dije porque no me animaba, me parecía que todo el mundo se me iba a venir encima. Yo fui el primogénito de una familia judía. Y siempre había tratado de no defraudar a mis padres, fui abanderado, me casé, tuve hijos. Hice todo lo que se esperaba de mí, y siempre tuve la mirada de mis padres muy presente. Pero es que, en realidad, yo tampoco sabía lo que me pasaba, porque las pocas transexuales que había se sentían atraídas por hombres, y no era mi caso. Y del mismo modo que tenía muy claro que quería ser mujer —había envidiado a todas mis compañeras de escuela, porque yo quería ser como ellas— sabía también que me gustaban. No tenía idea de que existían las lesbianas. Siempre te dicen que mujer es alguien que gusta de los hombres, nadie te dice que a una mujer pueden no gustarle. Entonces, para mí, ser mujer implicaba convertirme en algo que no era yo. No debo ser transexual entonces, pensaba. Pasaron casi cuatro décadas, hasta que empecé a usar Internet y vi que había otras personas a las que les pasaba lo mismo que a mí. Se puede ser mujer y gustar de las mujeres, me di cuenta, y ahí empecé mi transición. Es muy fuerte el discurso desde el poder, las instituciones, la medicina, la psicología. Es decir, de la heterosexualidad obligatoria. Esta semana que pasó, por ejemplo, quise empezar terapia y la profesional me preguntó: ¿Cómo fue que dejaron de gustarte las mujeres para estar en pareja con un hombre? Le contesté que estaba equivocada y respondió: Pero, ¿cómo? Si te hacés mujer es para estar con un hombre. Este pensamiento, como mujer y feminista, me ofende muchísimo. Yo no me hice mujer para estar con nadie sino para estar bien conmigo misma. Esta ignorancia institucional de la psicología que baja un discurso ignorante al resto de la sociedad a mí me cagó la vida. Si yo a los 15 años hubiera sabido que siendo mujer podía gustar de otra mujer, hubiera cambiado en la adolescencia y no a los 37.

Y cuando te tocó formar parte de la estructura heterosexual, ¿cómo te sentías?
–En ese momento no me molestaba, me parecía “lo normal”. Porque una vive inmersa en eso y recién cuando lo dejás te das cuenta cómo funciona, de los derechos que tiene el hombre y que la mujer no tiene, de cómo te trata la gente. Si sos mujer te toman menos en serio cuando hablás, tenés que justificar mucho más lo que decís hasta que te hacen caso. Yo, cuando era hombre, no me daba cuenta de los privilegios que tenía. Es como cuando se te corta la luz; recién con el apagón te das cuenta de cuánto la usás.

¿Conservás tu nombre anterior?
–Sí. Y para hacer cualquier trámite tengo que dar explicaciones. Al principio me daba vergüenza andar explicando, pero ahora me divierte mucho ver la cara que pone el otro. Es una provocación, una desestabilización casi activista. Esto pasa también cada vez que uso la tarjeta de crédito. Doy explicaciones hasta en un supermercado. No me las piden, pero digo: ese el nombre que figura, yo me llamo Amanda. En la obra social usan los dos nombres. Uno es el que tienen registrado y otro el que usan para llamarme, por ejemplo, si cancelan un turno.

A la hora de relacionarte con una chica, ¿te presentás de entrada como una trans-lesbiana?
–Hasta que salimos dos o tres veces, no lo digo. Y, en general, cuando lo hago veo cómo se extingue el deseo en su mirada. No digo que soy trans de entrada porque eso me dejaría, directamente, fuera del juego. Si yo lo dijera de entrada me querrían como amiga, compañera, pero no como amante. La manera de tener una relación amorosa es no decirlo rápidamente. Si veo que la cosa no puede progresar, no lo digo, ¿para qué?, ¿para qué romperles la cabeza? Pero este tema a mí me tiene muy mal, me refiero a la soledad.


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domingo, 25 de enero de 2009

Entrevista


Viernes, 23 de Enero de 2009

ENTREVISTA > WILLY LEMOS

para suplemento SOY (Página/12)

Taco y plataforma
Por Paula Jiménez

Supo de las persecusiones indiscriminadas de la dictadura, germinó como actor en el caldo de cultivo del under de los ochenta, vio cómo la crisis del sida arrasaba con sus amigos, trabajó con Alberto Ure en el Teatro San Martín y Sergio Renán lo dirigió en cine. Pero recién en este siglo Willy Lemos se atrevió a hacer personajes de varones, mientras transmite a actores y actrices de televisión la flor de su secreto: cuidar la actuación como se cuida a un niño.


¿Empezaste a actuar durante la dictadura?
–Sí. Empecé en el ‘79 con Miguel Fernández Alonso: nosotros escribíamos y producíamos nuestros propios espectáculos. El, después, cuando nos separamos, trabajó con Caviar y con Las Gambas al Ajillo, y yo seguí mi propio camino. En ese momento también surgieron Los Peinados Yoli, donde estaban Tino Tinto, Dorys Night, Piter Pirello. Eramos varios grupos de teatro que trabajaban en el under, en Cemento, Nave Jungla, El Depósito. Nos pintábamos en los baños, mezclados con la gente.

Dificil “hacerse mujer” en un baño lleno de gente...
Fue muy fuerte para mí todo eso, porque si bien yo siempre trabajé vestido de mujer, nunca me pareció interesante imitar a una diva o hacerme la vedettona, lo nuestro era más denunciante. Porque yo como mujer siempre fui muy mujer y nunca me banqué que se las parodiara, ni a ellas, ni a los gays. Una persona se puede mostrar como mujer sin hacerse las tetas, porque lo que importa es el personaje, el alma del personaje. Entonces, en ese momento, imaginate lo difícil que era vestirse de mujer, decir ese tipo de textos de denuncia y provocarles a las personas del público cuestionamientos sobre su propia sexualidad.

¿Fuiste perseguido en aquellos años?
–Sí. Pero no por vestirme de mujer, hacer pintadas en las paredes o militar para la Juventud Peronista, sino por ser diferente, sensible, o incluso por ser lindo. Por ir al Cine Arte o al San Martín a ver ballet. Estuve preso miles de veces, y me han pegado y hasta me han obligado a hacerle una fellatio a un cana mientras el tipo me decía: “Vos estás enfermo... Yo soy un señor casado con hijos y vos deberías llamarte Rosita”. Después de todo eso me obligaban a firmar el inciso 2 f por prostitución y escándalo en la vía pública, y yo lo único que había hecho era ir al teatro. A las determinadas entradas, ya no me acuerdo cuántas, te llevaban a Devoto y también ahí me llevaron. El día que salí me fui a Italia, necesitaba irme. Todo esto por ser quien soy. Había llegado un momento en el que me decía a mí mismo: “Algo habré hecho, ¿qué fue?”.

¿Qué significó para vos la travesti que interpretaste en la película Tacos altos?
–Fue impresionante, imaginate: yo venía del teatro under. Y no tuve que hacer el casting porque me eligieron por esa vía. El asistente del director me vio actuar en El Depósito y le gustó mi trabajo. Y después le gusté a Renán también. Tuve mucha suerte, todo el mundo quería ese papel. Hasta Ricardo Darín se presentó, y él, vestido de mujer, era idéntico a su hermana Alejandra. Fue muy grosso todo eso, estamos hablando del año ‘83 y de una película con Susú Pecoraro que venía de hacer Camila y era conocida internacionalmente, de Sergio Renán que venía de La tregua, y de un elenco de puta madre. Después de que se estrenó Tacos altos me acuerdo de que Susú me dijo: “Willy, ¿vos te das cuenta de lo que generaste? Lograste que el público llore por la muerte de una travesti”. Y eso no era nada común en aquellos años, te lo aseguro.

¿Cómo se llamaba ese personaje?
–No, no tenía nombre; fijate qué loco: esa cosa de sos puto o sos travesti, esa cosa de encasillar, está clara acá. Parece que no había un gran respeto por la individualidad, ¿no?

También interpretaste a la travesti de Los invertidos, en la versión de Alberto Ure.
–Sí, hice de la Princesa de Borbón, de Cátulo Castillo, y fui el primer tipo que en el San Martín hacía un personaje vestido de mujer. Y me gané un premio como mejor actor de reparto. Pero también tuvo un precio. Venía, por ejemplo, Tita Tamanes y decía: “Ese chico no puede salir así. Este es un teatro oficial”. Pero Ure se impuso y tuvo además un apoyo total de todo el elenco. Y la obra fue un éxito. En esos momentos, hacía poco que se daba a conocer la mal llamada “peste rosa”. ¿Vos sabés la vergüenza que sentíamos algunos de que no nos dieran la mano por miedo a contagiarse? Era terrible además nuestra realidad cotidiana: ¡todas esas muertes, que se sucedían una tras otra! “¿Te acordás de Arielito? Se murió. ¿Te acordás de Marcelito? También murió.” Aquel momento, pese a que hacía tiempo que estábamos en democracia, era de mucha discriminación.

Aun así, nunca dejaste de hacer personajes de mujer...
–Sí, en una época me llamaban mucho de la televisión para levantar el rating, captaba la atención este tipo de personajes y eso me alentaba también a mí para crear personajes femeninos. Pero, en lo personal, elegí hacerlos porque lo femenino me salvó la vida. Mi masculinidad, debido a hechos de mi infancia, quedó anulada, casi perdida y me despertaba miedo a mí mismo. Y lo femenino en mi hogar era lo mejor que me podía pasar, mi refugio, donde yo sentía el cuidado, la contención, la confianza. Y a través de esa confianza me sentí la reina del mundo, recuperaba el poder que como hombre había perdido. Me encantaba componer esas mujeres, amaba hacerlo. Yo fui la primera drag queen de Palladium, a fines de los ‘80. También hice de la esposa de Claudio Gallardou en Archivo Negro, en el ‘91. ¡Fue fuerte! ¡Con beso en la boca y todo! Me acuerdo también de la escena que hice con Ranni, en la que yo lo defendía a mi marido. Y, el año pasado, cuando Esteban Sapir me llamó para hacer la propaganda del Banco Provincia le dije que no, porque en ese momento hacía mucho que no actuaba, me dedicaba sólo a preparar actores, y pensaba que no volvería a hacerlo. Al final acepté y de pronto volví al cine e hice un montón de películas. En Las hermanas L hago de la mamá de las dos hermanas, no hago de una travesti sino de la mamá, de una mujer.

En algunas de estas películas también compusiste personajes varones, ¿no?–Sí, ahora también al componer varones siento esa confianza que antes sentía sólo al componer mujeres. En la película Paco hago del papá de Sofía Gala, aunque un papá con pasado travesti, pero el personaje es de varón. También hice en otra película del tío de Erica Rivas y en Rodney, que se está por estrenar, hago de marido de Cristina Banegas.

Preparaste a Carla Peterson para el personaje que hizo en Lalola y a Mike Amigorena para Los exitosos Pell$...
–Yo no doy clases de actuación, ni soy coach, ni nada de eso, sino que uso una técnica propia que me ayudó a encontrar mi don. El artista que viene a trabajar conmigo está buscando hacer algo diferente a la hora de componer un personaje, y acá se encuentra con su “niño latente”. Desde allí va a reconocer al personaje, también niño, y van a crecer juntos. Entonces, después, cuando aborda el guión, el texto, ya “es” el personaje. “Es” porque creo que la clave no es actuar sino “ser”. A veces viene a mí gente con mucho estudio y puede sonar raro que una persona como yo, que no tiene bachiller terminado, les dé lo que les doy. Pero lo que les doy es mi experiencia, lo que me pasa por el cuerpo, y les digo que lo más importante, más allá de cómo se interprete un texto, es que se respete siempre lo que se siente y no hacer, nunca, ninguna clase de concesiones.

¿Qué opinión tenés sobre los personajes de gays estereotípicos?
–Me dan vergüenza, bronca, y llegan a herirme a veces. Porque yo siempre fui amanerado y no la pasé nada bien. Me parece, además, que así se fomenta el prejuicio y que se busca banalmente el reconocimiento o el éxito. Si uno puede elegir no hacerlo, no entiendo que lo hagan. Porque yo sufrí mucho por eso. Uno de mis sufrimientos fue por mi acercamiento a lo femenino y me encanta que ésta sea la era de lo femenino, la época de “las presidentas”, de las mujeres en los lugares de poder. El miedo del macho es que la mujer es mucho más inteligente, sabrosa, profunda, y esto despierta deseos de independencia, de libertad, y esto asusta. Yo siempre encarné lo femenino y fui la oveja violeta entre las ovejas blancas. En el colegio, de chiquito, no me era fácil ser amanerado, ser diferente. La clase media no es muy respetuosa con esto.

¿Cómo ves hoy la cuestión gay?
–Si bien hay grandes cambios, porque los hay en el mundo y es innegable, y hay “hermanos” nuestros ocupando cargos y todo eso, sigue habiendo una mentalidad de derecha que no cede, gente que no ha abandonado nunca su lugar de poder. Gente que está ahí, entre nosotros. Creo que el prejuicio está todavía en la calle. Cuando voy muy contento, caminando con un poco más de deseo o de ínfulas de lo habitual, y algo se me acelera y se me nota, ¿por qué un tipo me tiene que gritar “¡Putooo!” desde un auto? Digo yo, ¿por qué? No sé. Pero el prejuicio siempre va a existir. Y me lo tengo que bancar.

jueves, 22 de enero de 2009

Sally Mann / el aire



Si fuera teatro se la vería a ella entrar un instante después de que él se va. Se vería una luz que se enciende en medio del cielo, como un telón que descubre una luminaria o el haz de un reflector que crece gradual, pero repentinamente. Una supuesta nube que mantenía la tarde nublada se corre cuando ella pasa al jardín. Esto querría decir algo. O nada: cambio de ambientación. Pero en teatro sería imposible reproducir la escena que observa cuando pone sus ojos sobre el plátano. Un colibrí con alas blanquinegras que se agitan rápidamente, como las de una mosca, liba de las pequeñas bocas de la flor y se aleja, se detiene un segundo y vuelve a libar, se retira y se suspende en el aire sin aletear, casi flotando, y luego toma, otra vez, con su pico el alimento. Y un colibrí más pequeño – más joven, piensa ella – se le acerca. Hace rondas livianas y gráciles. El otro lo sigue, ambos dibujan formas veloces entre las largas y desflecadas hojas del inmenso banano. Desaparecen en medio de la oscuridad que encierra el árbol y de ella salen juntos, revolucionados, como dos jóvenes después de haberse encontrado en la complicidad, en el susurro de un secreto. *

Es la estación de la naturaleza nueva, el verde todavía es pleno, indeclinable. Las flores abiertas aún, los frutos, todo empuja hacia arriba. Pájaros y mariposas alrededor de lo dulce. Algo que se imagina pegajoso, espeso, es un don que las plantas comparten con aquellos que alimentan. Eso sucede en la altura, donde ella, aunque estirara sus brazos, no llegaría. Sentada al costado de la pileta se despereza en la mañana con conciencia de la vida flamante que la circunda, que gira alegremente, despojándola de su juventud. *

Está sobre una silla la mujer, bajo el sol, y agacha la cabeza. Mira el blanco de la mesa del jardín donde apoya sus brazos. De pronto, un golpecito casi imperceptible a la altura de la frente le delata la presencia de un insecto en sus cabellos. Con la derecha los agita. Un mechón castaño se enlaza con cuatro dedos finos y alargados que lo desenredan, y el insecto, impulsado por este movimiento, se cae para aferrarse con sus patas posteriores al lomo delgadísimo de un libro, al costado del termo. Es una avispa flaca que agoniza. Ella la mira durante unos segundos, espera que reaccione, que vuelva a volar. En ese tiempo observa del cuerpo pequeño los detalles. No tiene abdomen, sus patas temblequean, convulsan ambas alas a la vez, descargan con doble impacto sobre el aire la última energía de una vida. *

Si las cortinas del cuarto están corridas entra la luz blanca y matiza la oscuridad. Cuando hay eclipse, al jardín lo baña un raro, tormentoso, bermellón. Si no lo hay, las cosas se repiten casi idénticas. Revolotean, en lugar de colibríes, los murciélagos grises el banano. Ladran los perros de la cuadra, irregulares y también imprevisibles. Una araña, quizás siempre la misma, teje una tela que cuelga de las cañas entramadas. Polígono perfecto en cuyo centro cae, para ser succionada hasta el final, la vida de la mosca. Al llegar la mañana, la tela se deshace y todo vuelve atrás, mágicamente. Las prolijas tejedoras ovillan lo que queda y entierran el cadáver, o se lo comen. *

viernes, 16 de enero de 2009

Margarite Duras


Le pregunta por qué ha aceptado el contrato de las noches pagadas.
Ella responde con una voz aún adormecida, casi inaudible: Porque en cuanto me habló vi que le invadía el mal de la muerte. Durante los primeros días no supe nombrar ese mal. Luego, más tarde, pude hacerlo. Le pide que repita otra vez esas palabras. Ella lo hace, repite las palabras: El mal de la muerte. Le pregunta cómo lo sabe. Ella dice que lo sabe. Dice que se sabe sin saber cómo se sabe. Usted le pregunta: ¿En qué el mal de la muerte es mortal? Ella responde: En que el que lo padece no sabe que es portador de ella, de la muerte. También en que estaría muerto sin vida previa a la que morir, sin conocimiento alguno de morir a vida alguna.

***

Usted pregunta cómo podría surgir el sentimiento de amar. Ella le responde: Quizás de un fallo repentino en la lógica del universo. Dice: Por ejemplo de un error. Dice: Nunca por quererlo. Usted pregunta: ¿El sentimiento de amar podría surgir de otras cosas aún? Usted le suplica que diga. Ella dice: De todo, de un vuelo de pájaro nocturno, de un sueño, del sueño de un sueño, de la cercanía de la muerte, de una palabra, de un crimen, de uno, de uno mismo, de pronto, sin saber cómo.

miércoles, 7 de enero de 2009

Parole, parole


¿Importan las palabras?
Creía en ellas, en su intento
de fijar algo existente
o de nombrar
para hacer existir. Pero ya no.
Fue mejor liberar
el peso de la fe que las ataba
a cierta trascendencia. Ahora, subsumidas
al vuelo de un gorrión o a la cresta
disuelta de una ola, se diluyen también,
a lo sumo señalan
un peligro remoto
o inminente
que ni siquiera me obligo a respetar. Señalan sí,
diez dedos o carteles que aluden a las cosas
que no son, a las que fueron,
son copias del objeto del cual nacen
como brazos del aire.
Su función en mi vida
fue establecer las diferencias
ajar, con filo preciosista,
mi silencio infantil
(aunque sin éxito).
Por eso las palabras para mí
no pesan más,
a veces, que un rumor. Cuando una cae,
madura, inevitable, la levanto y busco
el modo de sentirla mía,
esa palabra y yo
nacimos de lo mismo, y vamos
a la mutua apatía que nos desligará
tarde o temprano, como una gata
olvida a los tres meses
a sus críos, y lo hace para siempre.
La razón de un vocablo se conserva
como la de un cuerpo muerto,
sin embargo, ese brillo
se extingue a cada instante y se sucede
en otra dimensión,
como un eco sin forma, o un acto de teatro
sin intérpretes. Es esa opacidad,
esa sombra que crece, su trastienda
o punto de llegada
como quien pone en su oído un caracol
y las escucha
fundidas, todas juntas, con el viento.

sábado, 3 de enero de 2009

Miramar





I

El mar, en su regreso,
avanza hacia nosotras y retrae su impulso,
una palma que abre sus dedos y los cierra
en un gesto confuso o, más bien, simultáneo,
de impredecible convivencia. Así también la vida
se desliza en la costa y como un pájaro
deja caer del aire, en plena inercia,
aquello que creíamos perdido.


II

Los árboles, antiguos, casi secos
balancean sus copas hacia adentro, es el centro
de un bosque oscuro y sin pájaros,
ellos no son
de afuera nada más,
su canto atardecido es mi pasado.


III

El viento los empuja y reverentes
se inclinan sobre el centro
vacío; poco firmes, pero nos recostamos a sus pies
trayendo a la memoria los versos que decían
que si el amor se va
nos dejará por él la sombra de los árboles.


IV

Un mar planchado y plata
sobre el que se recuestan las gaviotas
imitando a los patos, parece un lago apenas
movedizo, esperando
la lenta opacidad del sol en el extremo este.
Caerá a nuestras espaldas, y otro día
se apagará sin que podamos verlo.


V

Un camino sin fin y un mar
igual de ancho, las copas de los árboles
demasiado lejanas y la esmeralda verde
repetida también
en lo pequeño.
Todo ha sido pensado, ¿porqué no descansar,
relajar nuestros cuerpos y entregarnos
a tan perfectos planes?


VI

Ruiditos de maderas que se quiebran y caen
en crujiente concierto
oídos somos
y poco más que eso ante esta escena
donde nada se ve, salvo las ramas
trenzadas como dedos
inmensos, pensativos.


VII

Escribiré un diario de viaje
escribiré un diario de arena
un diario de pequeños granos que se vuelan
escribiré la pequeñez de lo que no se dice
en mi memoria, en mi piel, como lo hice
por treinta o más veranos, convertida
en otra cada enero, en otra, en otra.


VIII

¿Acaso estamos
en lo que imaginábamos? ¿Estamos
volviendo a aquella tarde
de quince años atrás frente a este mar?
Sí, la vida retorna
y se copia a sí misma
en el reflujo de su canto acuático,
y en el cese
repetido del cantar.



IX


El mundo que nos lleva, nos rodea
con su halo de brisa
su paciente manera de envolver desde siempre
cada minuto fuera de los árboles.
En sus formas diversas, el tiempo encuentra el modo
de hacerse ver: la playa
en su abanico de colores lo revela,
conocemos el brillo que da el sol
gracias al nácar de los mejillones
pegados en la roca. Somos este correr,
esta expansión y contracción del gris
que en la piel de la arena
da su sombra.


X

Golpea nuestros pies, helada, contraría
el calor de los cuerpos. Es una maza inmensa
que lleva lo que trae, que con su espejo engulle
lo que vuela.