sábado, 23 de junio de 2007

De "Ni jota" (de próxima publicación)




Desde adentro, por debajo del jardín, en la trastienda del camino de la hormiga, la catacumba o el alma de la casa, desde allí mismo se gestaba el huracán, una fuerza centrífuga trayendo al comedor los sucesos de los días. El viento se alzaba fuertemente y nos dejaba una lluvia de recuerdos. Las nenas no entendíamos ni jota. Empapadas salíamos a la calle, como después de haber cruzado un río.

Rodeábamos la mesa nosotras, la Tía con su pañuelo floreado, de los colores de las patas de la silla unos pelos duros le asomaban por los bordes descosidos. Como las olas mecía el cucharón que dejaba caer las papas fritas, los bifes de roast bief, las ensaladas. A la sombra de sus manos, sobre el vidrio soleado que cubría el mantel, se juntaban los platos uno al lado del otro, entre ellos se rozaban esos platos, se pegaban codazos, se decían secretos. Todos tenían un agujero en el medio, sólo uno, decía la Tía, pero muy hondo, muy jondo. Igualitos a las cuentas de un collar.

También era uno el surco que cruzaba ese campo, y el novio de la Tía cuidaba de esa siembra, longa y única como el horizonte que se veía desde el techo. El novio de la Tía no cuidaba el horizonte, no se puede cuidar un horizonte, sino el campo lejano a la casa donde habíamos crecido. No son del tiempo, decía el novio de la Tía, porque el tiempo no crece: pasa. Y ella pensaba en el enano de la carreta, duro y de colores, que no pasaba él, que no crecía.

Cuando tomábamos la comunión parecíamos novias, hacíamos una fiesta para ponernos el vestido. Éramos chiquitas, tan chiquitas que, como a gallinas, cualquiera nos pisaba, aunque siempre más altas que el enano, y muchas también, y cabíamos debajo de la falda de la Tía. Entrábamos ahí y corríamos la calle de la iglesia por escapar de él. Él usaba unos guantes para no dejar huella y se volvía indeleble y húmedo, un marcador que se borra con el codo. Lo llamábamos el novio de la Tía porque no sabíamos decir tío.

A veces, en mitad de la noche, rugía el volcán, el ciclón, el huracán debajo del jardín. Escuchábamos el temblor en las paredes y en los techos, unos pasos acompañaban el movimiento sísmico que de vez en cuando colmaba nuestra vida de hechos importantes, que de vez en cuando, y sólo de vez en cuando, derramaba su lava de futuros recuerdos sobre la oscuridad del comedor. Y la lava brillaba y lavaba los muebles y los pisos, la Tía res lavaba y resbalaba en la sal. Hacia el sur iba de cola nuestra Tía, como la novia, como la Osa mayor.

Esa manía que tenían en la casa de ponerle a todas las palabras, los sonidos, cualquier cosa dicha por ahí, a todo le ponían una jota, ¡oh, jota! ¡oh, jota!. Delante de las cosas que decíamos, siempre esa letra, esa inicial que bailaba Tía Juanita con las patitas a un costado, ella saltaba y en el aire se tocaba un talón con el otro, usaba un vestido para aquellas ocasiones, un vestido gallego, colorinche, del que a veces colgaban cascabeles, castañuelas, castañas, cachiporras. Y yo me avergonzaba de esa letra, me ponía roja y diferente, un tomate en el cajón de las lechugas, una jota entre las ge.