lunes, 24 de agosto de 2009

La memoria de un sonido





Entrevista a Lucrecia Martel
Por Paula Jiménez


En una entrevista decís: “Podríamos discutir si el lenguaje sirve realmente para la comunicación o si en realidad lo utilizamos para encubrirla”…

Sí. Me parece a mí que en nuestra educación hay una visión muy simplificada de todo lo que significa el lenguaje, o el habla en realidad, ya que la función que prevalece para esta cultura parece ser la del sentido. Y el sentido significa la precisión, el éxito de la comunicación. Pero en verdad, todas las funciones que cumple el lenguaje son mucho más complejas que esa, la exceden por completo y envuelven un montón de otras cosas en su mayoría emocionales, no traducibles en significados e imposibles de referir. Es toda esa parte la que me resulta más atractiva a mí, y me parece que a la mayoría de la gente. El lenguaje significativo está en muy pocos minutos de nuestra vida, el resto del día lo que nos rodea es otra cosa.

John Berger dice: Si a un escritor no lo mueve el deseo de la mayor precisión verbal posible se le escapa la verdadera ambigüedad de los acontecimientos...

A mí, los diálogos me resultan la parte más delicada de escribir y dirigir una película. Me tomo muchísimo trabajo, justamente por eso, el esfuerzo es preciso, pero intento evitar esa apariencia de precisión y efectividad que no tiene en verdad el lenguaje, o la tiene pocos segundos al día. Cuando hablo del lenguaje pienso en el habla que es el sonido. Y cuando está involucrado el sonido, es ahí donde se vuelve mucho más exquisita la situación, porque el sonido es continuo y es absolutamente físico. Es en el punto del sonido donde se une la lengua con el aspecto físico, entonces para mí la particularidad de los diálogos está en algo distinto a la expresión. El extraño hecho de que uno escribe algo que tiene la complejidad y rareza de lo que luego se expresará en sonido a través del cuerpo, es un enorme esfuerzo condenado al fracaso. Ese esfuerzo va a fallar y solamente se va a volver a transformar cuando el actor lo diga y luego, sobre eso, voy a corregir con la memoria de lo que escuché, no con la memoria de lo que escribí. Por eso lo que me interesa del cine o de la narrativa, está muy ligado al sonido en ese sentido. Es la memoria de un sonido que uno transforma en escritura para que se vuelva otra vez a transformar. Es un mecanismo de pura entropía y lo que desesperadamente busco es recuperar esa cosa inasible, física, ambigua, que es el cuerpo que habla. El cuerpo que emite sonido hacia otro al que intenta acercarse.

Volviendo a Berger, él dice que la credibilidad en el arte proviene de un reconocimiento mudo del misterio. Y en tus películas se vislumbra algo así, en ellas la cosa no está del todo dicha…

Eso, creo, es producto de un milagro a cerca de cómo una está en el set en el momento de la filmación, más allá de cómo sea exactamente el guión. Hay una cosa difícil de explicar: vos escribiste el guión, elegiste a los actores, a la gente del equipo, viste los lugares antes, desechaste un montón, tomaste mil decisiones que tamizaron las infinitas posibilidades de la realidad y dejaron sólo algunas que son las que tenés adelante cuando vas a filmar y, sin embargo, en el momento en que todo eso se pone en funcionamiento, hay algo muy profundo que querés saber y que no sabés. Algo que, probablemente, no sepas nunca sobre todo eso que está hecho ahí. Esto es difícil de explicar porque vos sos la gestora de ese artificio y, sin embargo, todo eso genera otra cosa sobre la que no tenés ninguna certeza, sino más bien una enorme curiosidad. Pero si uno no mantiene esa actitud en el set, pierde lo más importante de hacer cine. El sentido que tiene para mí realizar una película es el de poner delante mío algo que me permita descubrir otra cosa. Hay como una exaltación del cine, unas ansias de hacer con lo que vaya apareciendo - que no critico- , pero mi modo es elegir hasta la última cosa que aparece en la pantalla, aunque no con el ánimo de ser indicativa sino porque creo que por esa combinatoria de cosas elegidas quizás aparezca el espectro de otra inesperada.

Muchas veces, en tus películas, imagen y sonido mantienen una relación indirecta, o paralela, se produce un encuentro un tanto extraño entre estos elementos. Esto genera una sensación de cierta complejidad perceptiva para el espectador. Es como si el argumento se hubiera desplazado, o estuviera corriendo por un lugar inasible a simple vista.

En general el sonido en las películas es demostrativo de lo que ya estás viendo, esto se debe a una mala comprensión. El sonido para mí genera un fluido que hace presente muchas cosas no inmediatas. La fuerza técnica de esto es que, si vos estás filmando a alguien en un plano corto y se escucha el motor de la heladera, o la pava, no hace falta panear por la cocina para reconocer donde está el personaje. El lugar está presente no sólo en tu cabeza sino en todo tu cuerpo, esa es la fuerza del sonido. Hay muchas imágenes que genera el sonido que no están a la vista en la película y eso va envolviendo al espectador.

En “La mujer sin cabeza”, en el momento en que Verónica le dice al primo “creo que maté a alguien”, él gira y en su cuello se ve la marca de un beso que evoca la infidelidad de ambos, el engaño, y la escena que le vuelve al espectador a la memoria es la de ellos dos juntos. Lo que se puede observar ahí es como una superposición de tiempos…

Hay una cosa que tiene el habla que es muy interesante respecto del tiempo. Cuando alguien habla puede usar los verbos en presente, pasado o futuro, esa propiedad temporal que tienen las palabras, genera, para mí, la disolución de la idea del desplazamiento cronológico consecutivo. Si yo estoy acá y cuento algo que a vos te importe del pasado, ese pasado nos va a empezar a agobiar y las emociones de esa escena también. Esa idea física de que cuando hay una cosa no hay otra, se destruye con el lenguaje. Volviendo al beso en el cuello del personaje, esa es una huella clarísima de una escena pasada en la película que se va a hacer presente en el espectador.

Llama la atención de tus películas, con respecto al vestuario y las ambientaciones, e incluso con ciertos modismos del lenguaje, la atemporalidad. Aunque reconozcamos una época, esta época puede abarcar un período de 20 años o más, finales de los ‘80 a 2000.

Yo creo que estoy haciendo el cine que no se pudo hacer en los ’80, por eso no me siento nada moderna. En esos años no se podía expresar demasiado lo que estaba sucediendo, era el final de la dictadura y los primeros tiempos en democracia. A mí me parece que nuestra época está tan afectada por ese pasado que hay cosas que es mejor verlas casi como superpuestas que tratar de separarlas. Por ejemplo, el mecanismo de disolver la responsabilidad, en una familia o en una clase social, era algo alevoso durante la dictadura, pero también lo es hoy y de una manera más sofisticada y aceptada. Tiene que ver con una idea de mal en el tiempo. Un terremoto en 15 minutos puede destruir una ciudad, pero también la pobreza la puede destruir en 20 años, con la misma violencia. Si vos ves una ciudad que acaba de sufrir una catástrofe climática, se parece muchísimo a una abandonada. Entonces, al mal inmediato, al del disparo, al daño perceptible en un lapso corto lo podemos evaluar y juzgar, pero cuando se extiende en el tiempo parece que fuera imposible encontrar responsabilidades y víctimas. Sobre la dictadura, cuya violencia fue aplicada de un modo directo, extremo, emulable a una catástrofe, hay cosas que sí podemos pensar, podemos decir “esto destruyó gente”, pero a este sistema que destruye en un período más largo de tiempo no lo vemos como un sistema asesino. Claro, ¿cómo decir en este país que la democracia es asesina si estamos a penas tratando de defenderla para que más o menos se fortalezca? No se puede decir algo así, pero, sin embargo, este sistema, en otra escala de tiempo, también es absolutamente injusto. ¿Cómo se disuelve hoy la responsabilidad sobre la muerte, el dolor? Si vos querés acercar esos mundos, una especie de acronismo sirve porque ya no importa la precisión; ese acronismo te permite flotar en esa situación, lo que pasa es que tenés que medirlo bien y armar una cosa compleja que te permita abordar tres décadas.

Cuándo, al final de La mujer sin cabeza, Verónica pregunta por la habitación 818 ocupada en el fin de semana de la tormenta y la empleada del hotel no encuentra registro, una podría interpretar, por ejemplo, que su primo hizo desaparecer las pruebas de haber estado ahí con ella. Como si flotara en la atmósfera ese sistema de valores y el encubrimiento y la desaparición de las pruebas formaran parte de esa idiosincrasia, o de la idiosincrasia de cierta clase social.

Es como si borrar las pruebas de una pequeña infidelidad permitiera borrar las de un crimen, o a la inversa. Borrar es borrar. Desresponsabilizarte, negar algo en lo que has tenido una importante parte, es también hacer un agujero en tu vida, no es solamente negar un hecho. Se va creando un agujero negro que se va comiendo un período enorme. Es como las parejas que deciden no verse nunca más y tienen un gran resentimiento; yo creo que jamás podría ir por ese camino, debido al terror que me da que desaparezca una parte de mi vida. Porque si vos negás mucho a alguien, por odio o por lo que sea, eso empieza lentamente a erosionar y un día no te vas a acordar de nada de esa época. Solamente para no recordar a esa persona vas a tener que borrar viajes, ¡tantas cosas vas a tener que hacer desaparecer! Cuando estábamos filmando “La mujer sin cabeza”, a una de las actrices, de mi misma generación, le había pasado algo con su hija y ella trató de acordarse de cómo era ella misma cuando tenía la edad de la chica, pero no recordaba porque aquél había sido un período de mucha negación y terminó olvidándose de sus propios recuerdos. Hay cosas que tomamos muy livianamente y que al final significan la muerte para uno. Es lo mismo que pasa con la felicidad. Tenemos una idea muy miserable de la felicidad, excluyente. La felicidad de la clase media – alta implica, tal como están las cosas, la infelicidad de un montón de gente. Esa es una cosa horrible de aceptar y podemos pasar la vida negando esto. Pero hay una conciencia íntima y profunda, que nunca se termina de atontar y que le hace saber a cualquiera, hasta al más cretino, que existió siempre otra posibilidad de la felicidad, una felicidad para todos. Una felicidad por la que no te avergonzarías de la propia dicha porque sería también la de los demás. Pero esa no fue la que elegimos. Nosotros nos conformamos con una felicidad medio chicona, miserable, como te decía antes. Reconocernos en esta clase de felicidad, hace que la alegría de la propia vida disminuya. Cuando uno niega algo, eso crece. Es un monstruo que se agranda en cuanto vos decidiste abandonarlo y hacer como que no existe.

En “La niña santa” hay una especie de duplicación que se repite en varios momentos de la película. Aparece Graciela Borges con los auriculares diciendo mamá, mamá, y después el personaje de Mercedes Morán, en una escena casi idéntica. La cuestión de los hermanos mellizos que se esperan hace eco en la relación entre Helena y su hermano, el personaje de Urdapilleta. También sobre el final el personaje de Julieta Zilberberg le dice a su amiga: “siempre te voy a cuidar porque soy tu hermana”. Eso para nombrarte algunos lugares que recuerdo donde observé esto que me hace pensar en la paranoia crítica del surrealismo, donde un elemento en un cuadro se refleja en otro que más lejos repite ese contorno casi idéntico…

No lo había notado. Pero lo que yo creo que se dan mucho, y que a mí me divierte, son los personajes compuestos por más de un sujeto. Una vez en un curso en Costa Rica, un chico trajo un audio de tres hermanas, tías o abuelas de él, que le daban consejos sobre el matrimonio. Funcionaban como un personaje de tres cabezas, como una unidad de intención. Eso pasa muchísimo, necesitás de otro que termine de darte la figura.

En La ciénaga el personaje de Gregorio dice en un momento en que se está secando el pelo, algo así como “Fíjense lo que se lleva Isabel”, como si cuidar fuera enunciar un peligro que en el fondo no se reconoce como peligro, como si se cumpliera con la pantomima del cuidado, pero no con el cuidado en sí. Creo que, en general, en tus películas no aparecen adultos capaces de velar por otro, o por una criatura por ejemplo.

La condición de adulto es así vista en una escala de tiempo de 70, 80 años, pero me parece que nuestra sensación de desprotección y abandono es enorme. Damos por hecho que el rol del cuidador debe ser cumplido por un adulto, pero es tan difícil, porque la vida te deja siempre, en el fondo, en una situación de niño desprotegido. Cuando uno se empieza a dar cuenta que los padres de uno están tan abandonados como uno, empezás a aterrorizarte, te preguntás: ¿acá quién es el que cuida? Yo no estoy haciendo ninguna observación acerca de si cumplimos o no con nuestras responsabilidades de adultos, sino que mis preocupaciones son más en torno a la existencia humana en donde la vida adulta y la infancia están muy cercanas entre sí. En “La niña santa”, claramente, los personajes adultos eran como chicos jugando. Creo que eso es lo que pasa. Cuando uno es adulto lo que hacés son un montón de gestos que te parecen que son adecuados a tu edad, pero en el fondo son imitativos de algo. En “La niña santa”, el hermano de Helena, por ejemplo, que en verdad era un inútil que no tenía trabajo, ni hacía nada claro, estaba siempre mirando la hora, muy preocupado por una cosa que verdaderamente no cuenta en su vida y que es el tiempo. Muchísimas veces notás en ámbitos muy serios una gran mala actuación en torno al rol del adulto. Como actores que no saben actuar.

¿Qué relación hay para vos entre la infancia y el terror?

Me parece que hay un terror que es sumamente positivo y uno destructivo. Un chico que se va a esconder cuando siente que el padre abre la puerta, no experimenta un terror muy constructivo. Más bien este lo aplasta, lo achica, pero hay otro terror que amplía el universo, que lo vuelve más complejo. Los chicos tienen mucha habilidad para ese tipo de terror: el de las puertas secretas, los rincones. En la naturaleza indefinida de las cosas - eso que a medida que uno crece va intentando fijar y determinar, para obtener dominio -, en su ambigüedad, en esa cosa imprecisa, hay una potencia del universo que después vamos perdiendo. Esa visión adulta clasificatoria, esclarecedora, con que se trata de contener al niño y sacarlo del miedo, creo que es errónea también. Deberíamos encontrar otra forma de desarticular esos terrores, no racionalizándolos sino transformándolos en otra cosa. A mí me gustaría escribir cuentos de terror, hacer algo sobre eso, sobre huellas, rastros en las cosas cotidianas que confirman la presencia de fantástico.

sábado, 8 de agosto de 2009

coplerita desde Tilcara



entera en la quebrada
como está entero todo
incluso lo partido



y sola en la quebrada
acompañada
de la gigante abrazada de los serros
asiendo los caminos



la madre luna cae
sobre los picos
pincha su redondez, su completud


y se derrama



en ramas
secas, pájaros de colores, pastores
y rebaños



¿cómo podría haber daño
con tanto generoso
vertirse en lo que ampara?


llena de sombras
de cáctus y de momias, la vida
en la montaña



****





cuando vea los siete
colores en el serro
el número divino

cuando vea el continuo
seguir en diferencias
cromáticas, estáticas

y vea lo posible e imagine
que casi todo puede
transformarse

recordaré que hoy
ya lo sabía, que el corazón
refleja su latido en el afuera

que es espejo que empaña
y que se empaña, y es gososo
y pasajero su aliento sobre el vidrio

martes, 4 de agosto de 2009

Un poema




Praia dos indios



El tiempo parece detenerse
porque la luz es plena,
las sombras no se alargan,
y el mar
se ha retraído esta mañana
y permanece ahí,
lejos de todo.
Ni un ápice de viento
sacude las palmeras.
Abajo, entre la costa
y las hamacas
un vendedor camina,
el blanco pantalón arremangado
descubre sus pies gruesos.
No hay clientes aún.
Duermen o desayunan
en hoteles ruidosos.
El vendedor
pisa la arena ardiente
y agita con su andar un monedero.
No se escucha otra cosa
en este balneario, porque el mar
que en otras costas ruge
acá es silente,
planchado como un lago.
Entro en él. Quisiera
llegar donde una barca que ancló ayer
se balancea
y reverbera en el agua cristalina.
Detrás, avanza un botecito
con niños pescadores.
Uno de ellos,
igual que si danzara,
mueve sus brazos flacos
y de sus manos caen
los hilos de una red.
Podría, indefinidamente,
mirarlo en la secuencia de su baile,
la tanza plateada
que bajo el sol va y viene.
Pero nado,
nado plácidamente,
demorada en el círculo que trazan mis brazadas.
Nado por la esmeralda
que otorga la mañana en la bahía
y discurro también.