martes, 26 de enero de 2010

made in Nono




El Huaico





Chillan cada mañana
entre las hojas verdes y difusas
con que se ablanda el aguaribay.
Enredadas en ellas nos hacemos
testigos del cortejo,
del revuelo que acaba con la danza
de esas cotorras volando hacia el vacío.
Mas tarde vuelven, o son
otras iguales, interminablemente repetidas
entre las ramas donde se escucha al viento
descender desde el serro en remolinos.
Miro los picos bañarse de una luz
perfecta, la misma que al caer al lado mío
ilumina el detalle. Miro el agua
por un canal finísimo
y escucho su correr, como arrastrando
la multitud de hojas que son gotas
separadas del hielo. Y veo el césped
y sobre él al hombre de sombrero
que trabaja con la cabeza gacha y que sonríe
cuando paso a su lado. Veo el camino ir
hacia la altura y volver en el suave desliz,
en la alargada promesa de la sombra
de, al fin,
desvanecerse. Los cuises
a los saltos por el pasto, el bramido
del toro que retumba
en la tierra, el zumbar de una abeja,
el colibrí incansable suspendido: nada está quieto
acá, ni la maleza, por cuyas hojas
pasan una tras otras las hormigas.
Si miro el suelo veo
la andanza del insecto, el micromundo
organizarse debajo de las moscas
que en círculos recortan el silencio
aparente de la tarde. Escucho el aire
mezclarse con el agua y ese canto no para,
no va hacia ningún lado,
siguiendo una corriente que no busca
más que afirmar su ser en la caída. Su forma de no ser,
su pasado de nieve, transformado en blandura,
en transparencia. Fuerza sutil, el agua
que tira hacia delante unas truchas pequeñas
llamadas arco iris.
Tan diminutas son que hasta parece
que nunca crecerán,
pero la inmensidad que en ellas también es
y las rodea
avanza a su favor. No retrocede
y se hace manso el tiempo al empujar,
ligero en su canción, como un soplido.

lunes, 4 de enero de 2010

Ausencia




Después de que la psicóloga pidió permiso a los padres de María Eugenia para ir al baño, pasó por la cocina y sirvió unas tacitas de te. Estaba allí cuando se sintió, de pronto, absorbida por una extraña fuerza que desde el centro de su cerebro la elevaba hacia arriba, como si alguien se la estuviera tomando con una pajita. Sin posibilidad de resistirse, sus pies despegados del piso damero buscaban oponerse a través de las puntitas de los dedos que, estirados, se empeñaban en regresar y devolver el cuerpo de la profesional al mundo de la gravedad. Las tazas que llevaba o que hubiera querido llevar al despacho, cayeron de sus manos y no hicieron ruido al tocar el piso porque eran de plástico. Qué barbaridad, pensó, hasta un objeto cualquiera tenía más posibilidades que ella de responder a los requisitos de la tierra. No podía entender lo que pasaba. Lógicamente, la psicóloga se sentía algo más que azorada porque nunca había sido absorbida. Toda su experiencia vital hasta el momento tenía que ver, más bien, con las caídas y el viaje que contra su voluntad estaba emprendiendo era insólito para su estructurado modo de pensar. A medida que ascendía, su cuerpo iba tomando velocidad y no paraba de ser atraído por una fuerza desconocida que tanto podía provenir de un agujero negro en el universo como de un sapo gigante que estuviera bebiendo un trago arriba de una nube, ya que a esa altura todo le parecía posible. Hasta entonces había sido “una mujer normal”, pero esta creencia sobre sí misma se desbarató en el instante en que su cuerpo, propulsado por una fuerza oculta, era elevado hacia el cenit y rompía el techo de la oficina a través del casquete de su cabeza como si fuera una topadora y sin sentir la más mínima neuralgia. A través del ascenso vio cómo todo quedaba no atrás, sino abajo, y pensó que no era eso lo peor, sino la incertidumbre sobre hacia donde se dirigía o, mejor dicho, hacia donde era dirigida. Porque entre las sensaciones más espeluznantes que puede atravesar una persona “controladora” como aquella psicóloga, la de ser llevada por manos anónimas a un puerto inimaginable era la que ganaba el primer puesto. Es cierto que no hace falta ser “controladora” o “rígida” para espantarse de algo así, ya que hasta un hippie de los años 60 puede verse sobrepasado por circunstancias como esas. De hecho, cuando ya se había elevado varios miles de kilómetros sobre el Jardín de la república – hasta el momento había vivido en Tucumán – vio pasar a su lado, a una velocidad significativamente mayor, un hippie que podría ser su padre, con barba larga, lentes redondos y un morral de lana flameando en el aire, que gritaba con desesperación: - ¡Déjenme volver, déjenme volver! Y aún en medio de su propio horror por lo que le tocaba vivir sin comerla ni beberla, la psicóloga se planteó si un hombre así, que tanto habría ambicionado una vida “más loca” y una nueva sociedad, no tendría que haber recibido mejor que ella la novedad del ascenso. Por otra parte pensó, mientras lo miraba subir, que por lo menos ahora sabía que no era la única y que quizás a ellos dos le seguirían otros más. También se preguntó si no sería la extrema delgadez del hippie la que lo hacía impulsarse hacia el cenit más velozmente que ella, o a qué se debería la diferencia. Lo que nunca, pero nunca, se le cruzó es que esa “maquinaria” que aparentemente la absorbía desde la parte superior de su cuerpo y la propulsaba hacia el infinito pudiera fallar, pero de golpe vio caer con una rapidez indescriptible un cuerpo que parecía ser el de una mujer más gorda y joven que ella y cambió de opinión ¿De qué se trataba? ¿habría sido el peso de la mujer lo que finalmente no pudo ser sostenido durante el recorrido total de la “absorción” por ser demasiado grande para esa “maquinaria”? pero una “maquinaria” así de potente y universal, con una fuerza de determinación casi divina, ¿se arredraría ante el peso de una mujer que por otra parte tampoco era exageradamente gorda? No, seguramente no era eso lo que había ocurrido. Lo peor a esta altura, pensó, no será “llegar” a dónde soy dirigida, sino que me dejen caer como a la otra y terminar estrolada contra el piso o infartada en el aire. Tenía razón, ya que “llegar” era, por lo menos, una posibilidad de seguir viva, posibilidad que se vería muy reducida si la fuerza de propulsión que ahora la sostenía se detuviera y la soltara de golpe en el vacío. Entonces, de pronto comprendió que “eso” que la chupaba desde su cabeza se había convertido ya no en su opositor sino en su aliado y que no se diferenciaba tanto de los años, o de cualquier otra cosa conocida que tampoco tuviese vuelta atrás. Sin embargo ese sentimiento no alcanzó para tranquilizarla. Ya tenía los oídos muy apunados cuando, de golpe, un fuerte estruendo se dejó oír y fue como si dos bombas hubieran explotado dentro de ellos para dejar lugar, inmediatamente, a un inesperado alivio. Entonces, como quien no quiere la cosa, empezó a dejarse oír una voz de hombre que venía desde lejos y le decía: Licenciada, licenciada, ¿se encuentra usted bien? Era el padre de María Eugenia. La licenciada abrió los ojos que estaban muy llorosos, como si le hubieran prendido un ventilador delante de la cara durante media hora y vio, primero nubladamente y después con nitidez, el blanco y el negro del piso damero de la cocina y un poco más atrás las patas de metal roídas que sostenían la vieja mesada, y sintió, de pronto, todo el frío de la baldosa sobre la que tenía apoyada su mejilla derecha. Casi a un metro, de una taza volcada se había derramado el té que aún estaba caliente y le empapaba el pantalón. La baba le caía, como una hilacha, de la comisura izquierda y atravesaba su mentón hasta marcarle el cuello. Ya estoy con usted, dijo la psicóloga todavía en el piso, perdone, por favor, es que soy hipotensa.