miércoles, 31 de diciembre de 2008

Déjà vu





Subimos la montaña
y sobre aquél follaje que empezaba a morir
las luces del auto recortaban
un círculo en la noche. Era la época
en que los árboles cambian su color,
no había hojas verdes, y el pálido marrón de las más débiles
se volvía un rojo deslumbrante en la humedad.
Según qué forma moldeen los recuerdos
a veces veo
ese paisaje helado cerca mío, en pleno día o al atardecer
parada en una cima donde nunca estuve
(de aquellas vacaciones vienen siempre
los ojos de Règine
atentos al precario parabrisas que barría
las gotas lentamente y diluía la nieve
en una escarcha gris). Yo miraba
la dirección sinuosa y, sin embargo,
perfectamente recta del camino,
imaginaba la cara de mi madre al ver, en cuadro,
los techos a dos aguas de Bienn- Biell
con sus picos detrás. Las gente suiza
cruzando las veredas esa tarde
volvían a la ciudad real, hasta cercana, y sin querer
esos desconocidos fijaron invariables
sus caras en mis fotos. Para mi madre armé
ese rompecabezas, cuyas juntas
fueron como el rabillo de mis ojos, y por esa fisura,
entre las piezas,
como hilachos casi imperceptibles,
pasó materia y tiempo de este mundo. No hay vuelta atrás,
digo sobre los viajes que son flechas, a veces, rostros,
follajes, una iluminación.

martes, 23 de diciembre de 2008

Una navidad - Truman Capote


PRIMERO, UN BREVE PREÁMBULO autobiográfico. Mi madre, mujer excepcionalmente inteligente, era la chica más guapa de Alabama. Todo el mundo lo decía, y era verdad. A los dieciséis años se casó con un hombre de negocios de veintiocho que provenía de una buena familia de Nueva Orleans. El matrimonio duró un año. Ella era demasiado joven tanto para ser madre como para ser esposa; era además demasiado ambiciosa: quería ir a la universidad para tener una carrera. De modo que dejó a su marido; y, por lo que a mí se refiere, me puso al cuidado de su numerosa familia de Alabama.
Durante años, rara vez vi a ninguno de mis padres. Mi padre tenía asuntos en Nueva Orleans, y mi madre, tras graduarse, empezaba a abrirse camino por sí misma en Nueva York. En lo que a mí me concernía, ésta no era una situación desagradable. Era feliz donde me hallaba. Tenía a muchos parientes amables conmigo, tías y tíos y primos y, especialmente, "a una" prima ya mayor, con el pelo canoso, una mujer ligeramente tullida llamada Sook. Miss Sook Faulk. Tenía otros amigos, pero ella era, con mucho, mi mejor amiga. Fue Sook quien me habló de Papá Noel, de su barba abundante, su traje rojo y su ruidoso trineo cargado de regalos, y yo la creí, del mismo modo que creía que todo era voluntad de Dios, o del Señor, como siempre le llamó Sook. Si tropezaba, o me caía del caballo, o pescaba un gran pez en el riachuelo, bueno, para bien o para mal, todo era por voluntad del Señor. Y eso fue lo que dijo Sook al recibir las alarmantes noticias de Nueva Orleans: mi padre quería que yo fuera a pasar con él la Navidad.
Lloré. No quería ir. Nunca había salido de aquella aislada y pequeña ciudad de Alabama, rodeada de bosques, granjas y ríos. Jamás me acostaba sin que Sook me peinara el pelo con los dedos y me besara para darme las buenas noches. Además, me asustaban los extraños, y mi padre era un extraño. A pesar de haberlo visto varias veces, su imagen se confundía en mi memoria; ignoraba qué aspecto tenía. Pero como decía Sook: "Es la voluntad del Señor. Y, quién sabe, Buddy, quizás hasta veas la nieve".
¡Nieve! Hasta que aprendí a leer por mí mismo, Sook me leyó muchos cuentos, y parecía haber cantidad de nieve en la mayoría de ellos. Deslumbrantes copos de ensueño deslizándose por los aires. Era algo con lo que soñaba; algo mágico y misterioso que deseaba ver y sentir y tocar. Por supuesto, ni Sook ni yo nunca lo habíamos hecho; ¿cómo habríamos podido hacerlo viviendo en un lugar tan caluroso como Alabama? No sé cómo pudo pensar que yo vería nieve en Nueva Orleans, ya que Nueva Orleans es aún más calurosa. Pero qué más da. Intentaba infundirme coraje para emprender el viaje.
Me dieron un traje nuevo. Me colgaron en la solapa una tarjeta con mi nombre y mi dirección. Eso, por si me perdía. El caso es que iba a hacer el viaje solo. En autobús. En fin, todos pensaron que estaría a salvo con mi tarjeta. Todos, excepto yo. Estaba asustado; enfadado. Furioso con mi padre, ese extraño, que me forzaba a abandonar mi casa y a separarme de Sook por Navidad.
Se trataba de un viaje de más de setecientos kilómetros, poco más o menos. Mi primera parada fue Mobile. Allí, cambié de autobús, y viajé horas y horas por tierras pantanosas a lo largo de la costa hasta llegar a una ciudad ruidosa, con tranvías tintineantes y mucha gente peligrosa con pinta extranjera.
Era Nueva Orleans.
Y, de pronto, al bajar del autobús, un hombre me rodeó con sus brazos y me exprimió la respiración; reía y lloraba; un hombre alto y apuesto, riendo y llorando. Dijo:
-¿No me conoces? ¿No conoces a tu padre?
Yo había enmudecido. No dije una sola palabra hasta que, al fin, mientras íbamos ya en un taxi, le pregunté:
-¿Dónde está?
-¿La casa? No muy lejos.
-No, la casa no. La nieve.
-¿Qué nieve?
-Creía que habría un montón de nieve.
Me miró con extrañeza, pero acabó por reír.
-Nunca ha nevado en Nueva Orleans. Al menos que yo sepa. Pero escucha: ¿oyes ese trueno? Seguro que va a llover.
NO sé qué es lo que más me asustaba, si el trueno, los fulminantes rayos que lo seguían, o mi padre. Aquella noche, al acostarme, seguía lloviendo. Recité mis oraciones y recé para estar pronto de vuelta en casa con Sook. No sabía cómo iba a poder dormirme sin que ella me diera el beso de las buenas noches. Lo cierto es que no conseguía dormirme, de modo que me puse a pensar en lo que iba a traerme Papá Noel. Quería un cuchillo con el mango de nácar. Y un gran rompecabezas. Un sombrero de cowboy con un lazo de rodeo. Un rifle BB para matar gorriones. (Años más tarde, tuve una escopeta BB con la que maté un sinsonte y un mirlo, y jamás he podido olvidar cuánto lo sentí y cuánta pena me dio; nunca volví a matar otra cosa, y todos los peces que pesqué los devolví al agua). También quería una caja de lápices. Y, más que cualquier otra cosa, una radio, pero sabía que era imposible: no conocía ni a diez personas que tuvieran radio. Recordarán que era la época de la Depresión, y en el Profundo Sur eran escasas las casas que tenían radio o refrigerador.
Mi padre tenía las dos cosas. Parecía tenerlo todo: un coche con el asiento trasero descubierto, por no hablar de una casita color rosa en el Barrio Francés, con balcones de hierro forjado y un patio interior ajardinado, lleno de flores y refrescado por una fuente en forma de sirena. También tenía media docena, por no decir toda una docena, de amigas. Al igual que mi madre, mi padre no había vuelto a casarse; pero los dos tenían admiradores asiduos, y, quisiéranlo o no, antes o después recorrieron el camino del altar; en realidad, mi padre lo recorrió seis veces.
Pueden, pues, comprobar que tenía un gran encanto; y, de hecho, parecía seucir a la mayoría de la gente, a todos menos a mí. Eso era lo que me azaraba tanto, siempre arrastrándome de aquí para allá para que conociera a sus amigos, a todos, desde el banquero hasta el barbero que le afeitaba cada día. Y, naturalmente, a todas sus amigas. Y lo que es peor: se pasaba el tiempo besándome, achuchándome y presumiendo de mí. ¡Me sentía tan avergonzado! Primero, no había nada de qué presumir. Yo era un auténtico chico de campo. Creía en Jesús y rezaba concienzudamente mis oraciones. Estaba convencido de que existía Papá Noel. Y, en mi casa de Alabama, excepto para ir a la iglesia, nunca llevaba zapatos, ni en invierno ni en verano.
ERA una auténtica tortura ser arrastrado por las calles de Nueva Orleans dentro de aquellos zapatos fuertemente atados, calientes como el infierno, tan pesados como el plomo. No sé qué era peor, si los zapatos o la comida. En mi casa estaba acostumbrado al pollo a la parrilla, a las verduras estofadas, a las judías con mantequilla, a pan de maíz y a otras cosas reconfortantes. ¡Pero esos restaurantes de Nueva Orleans! Nunca olvidaré mi primera ostra, era como un mal sueño deslizándose por mi garganta; tuvieron que transcurrir décadas antes de que volviera a tragar otra. En cuanto a toda esa comida criolla cargada de especias, sólo pensarlo me da acidez. No señor, yo añoraba las galletas recién sacadas del horno, la leche fresca de vaca y la melaza casera.
Mi pobre padre no tenía ni idea de cuán desgraciado era yo, en parte porque nunca dejé que lo notara ni porque jamás se lo dije; en parte porque, aunque mi madre protestara, él se las había ingeniado para conseguir mi custodia legal durante las vacaciones de Navidad.
Me decía:
-Di la verdad, ¿no quieres venir a vivir aquí conmigo, en Nueva Orleans?
-No puedo.
-¿Qué significa que no puedes?
-Añoro a Sook. Añoro a Queenie; tenemos un conejito de Indias muy divertido. Lo queremos mucho.
Dijo mi padre:
-¿Es que a mí no me quieres?
Dije yo:
-Sí.
Pero la verdad es que, a excepción de Sook y de Queenie y de unos pocos primos y de un retrato de mi hermosa madre al lado de la cama, no tenía una idea muy clara de lo que significaba querer.
Pronto lo descubrí. La víspera de Navidad, mientras caminábamos por Canal Street, me paré en seco, extasiado ante un objeto mágico que vi en el escaparate de una gran tienda de juguetes. Era la maqueta de un avión lo bastante grande como para sentarse dentro y pedalear como en una bicicleta. Era verde y tenía una hélice roja. Estaba convencido de que, si pedaleaba con la suficiente energía, ¡el avión despegaría y levantaría el vuelo! ¡Habría sido en todo caso fantástico! Ya podía ver a mis primos allí abajo mientras yo volaba por entre las nubes. ¡Ver para creer! Reí; reí y reí. Fue la primera vez que mi padre pareció sentirse a gusto conmigo, aunque no sabía qué me había parecido tan divertido. Aquella noche recé para que Papá Noel me trajera el avión.
MI padre había comprado ya un árbol de Navidad, y estuvimos un montón de tiempo en un supermercado eligiendo cosas para adornarlo. Entonces cometí un error. Coloqué un retrato de mi madre bajo el árbol. En el momento en que mi padre lo vio, se puso pálido y empezó a temblar. Yo no sabía qué hacer. Pero él sí. Fue hacia un armario y sacó de él una botella y un vaso largo. Reconocí la botella porque todos mis tíos de Alabama tenían muchas exactamente iguales. ¡Puro Moonshine, licor destilado ilegalmente durante la Prohibición! Llenó el vaso y se lo bebió de un trago. Hecho esto, fue como si el retrato se hubiera desvanecido.
Esperé, pues, la Nochebuena y el siempre excitante advenimiento del orondo Papá Noel. Por supuesto, jamás había visto ese pesado y ruidoso gigante con la panza hinchada dejarse caer por la chimenea y exhibir alegremente su generosidad bajo un árbol de Navidad. Mi primo Billy Bob, que era un miserable enanito, pero que tenía un cerebro como un puño de hierro, afirmaba que todo eso era una tontería, que no existía semejante criatura.
-¡Vaya! -dijo-. Creer que un Papá Noel existe es como creer que una mula es un caballo.
Esta disputa tenía lugar en la plaza del pequeño juzgado. Le contesté:
-Existe un Papá Noel porque lo que hace es voluntad del Señor, y todo lo que es voluntad del Señor es verdad.
Y, escupiendo en el suelo, Billy Bob se alejó:
-¡Bueno, al parecer, tenemos a otro predicador entre nosotros!
Siempre me hacía a mí mismo la promesa de no dormir en Nochebuena, quería oír el baile saltarín del reno en el tejado y quedarme allí, al pie de la chimenea, esperando a Papá Noel para saludarle. Y, en aquella Nochebuena en particular, nada me parecía más fácil que permanecer despierto.
LA casa de mi padre tenía tres pisos y siete habitaciones, algunas espaciosas, sobre todo las tres que daban al jardín del patio: el salón, el comedor y una sala de música para los que querían bailar, tocar música y jugar a las cartas. Los dos pisos superiores estaban adornados con balcones de hierro forjado, cuyos intrincados barrotes verde oscuro se hallaban delicadamente entrelazados con buganvilla y rizadas guirnaldas de orquídeas, planta ésta que parece un lagarto chasqueando su lengua roja. Era el tipo de casa ostentosa con suelos encerados, algún mimbre por aquí y algún terciopelo por allá.
Podría haber sido confundida con la casa de un rico; era más bien la casa de un hombre con pretensiones de elegancia. Para un pobre (pero feliz) chico descalzo de Alabama, era todo un misterio el modo en que se las arreglaba para satisfacer esta aspiración.
No había en cambio misterio alguno en lo que se refiere a mi madre, quien, tras graduarse en la universidad, se esforzaba por ejercer todos sus encantos mientras luchaba por encontrar en Nueva York al novio adecuado que pudiera permitirse vivir en pisos de Sutton Place y adquirir abrigos de marta cebellina. No, los recursos de mi padre le eran de sobra conocidos, aunque nunca mencionara el asunto hasta años después, cuando ya había podido comprarse collares de perlas que colgaban de su cuello envuelto en pieles.
Había ido a visitarme a uno de esos internados esnobs de Nueva Inglaterra (donde mi enseñanza era costeada por su rico y generoso marido), cuando algo que comenté la enfureció; gritó:
-¡Conque no sabes por qué vive tan bien! Yates y cruceros por las islas griegas. Pues por ¡sus mujeres! Piensa en esa larga lista. Todas viudas. Todas ricas. Muy ricas. Y todas mucho mayores que él.
Demasiado viejas para que cualquier joven sensato se case con ellas. Es por lo que eres su único hijo. Y ésta es la razón por la que jamás volveré a tener otro; yo era demasiado joven para tener hijos, pero él era una bestia, acabó conmigo, me estropeó.
"Just a gigolo, everywhere I go, people stop and stare... Moon, moon over Miami... This is my first affair, so please be kind... He, mister, can you spare a dime?... Just a gigolo, everywhere I go, people stop and stare..." (1)
Mientras estuvo hablando (yo intentaba no escuchar, porque, al decirme que mi nacimiento había acabado con ella, estaba ella acabando conmigo), estas melodías, u otras semejantes, rondaban por mi cabeza.
Iuminaron el patio de velas, al igual que las tres habitaciones que daban a él. La mayoría de los invitados estaban reunidos en el salón, donde un pálido fuego en la chimenea arrancaba destellos al árbol de Navidad; otros muchos bailaban en la sala de música y en el patio a los acordes de un gramófono. Tras haber sido presentado a los invitados y agasajado por todos, me enviaron arriba; pero, desde la terraza detrás de la contraventana francesa de la puerta de mi habitación, podía ver toda la fiesta, observar a las parejas mientras bailaban. Vi a mi padre bailando un vals con una mujer elegante alrededor del estanque que rodeaba la fuente de la sirena. Era realmente elegante, y llevaba un ligero vestido plateado que relucía a la luz de las velas; pero era mayor, como mínimo diez años mayor que mi padre, quien, en aquella época, tenía treinta y cinco.
De pronto me di cuenta de que mi padre era, con mucho, el más joven de su fiesta. Ninguna de las mujeres, por encantadoras que fueran, era más joven que la esbelta bailadora de vals con el ondulante traje plateado. Lo mismo ocurría con los hombres, quienes, en su mayoría, fumaban aromáticos puros habanos; más de la mitad eran lo suficientemente viejos como para ser padres de mi padre. Vi entonces algo que me hizo parpadear. Mi padre y su ágil acompañante se habían desplazado sin dejar de bailar hasta un lugar semioculto por las orquídeas; se abrazaban y se besaban. Me quedé tan sobrecogido, tan furioso, que corrí a mi habitación, salté dentro de la cama y me tapé la cabeza con las sábanas. ¿Qué podía querer mi joven y apuesto padre de una vieja como aquélla? ¿Y por qué toda esa gente de ahí abajo no se iba de una vez para que Papá Noel pudiera entrar? Permanecí despierto durante horas oyendo cómo se marchaban los invitados y, cuando mi padre dio las buenas noches por última vez, oí cómo subía las escaleras y abría la puerta de mi dormitorio para echar un vistazo; pero me hice el dormido.
Muchas cosas ocurrieron que me mantuvieron despierto toda la noche. Primero, las pisadas, el ruido de mi padre subiendo y bajando las escaleras, respirando con dificultad. Tenía que ver qué hacía. De modo que me escondí en el balcón, entre la buganvilla. Desde allí tenía una visión completa del salón, del árbol de Navidad y de la chimenea, donde todavía ardían pálidas llamas. Además, podía ver a mi padre. Caminaba a gatas por debajo del árbol disponiendo una pirámide de paquetes. Envueltos en papel púrpura, y rojo y dorado, y azul y blanco, crujían levemente cuando él los movía. Me sentía aturdido, ya que lo que veía me obligaba a reconsiderarlo todo. Si se suponía que estos regalos eran para mí, obviamente no habían sido enviados por el Señor ni repartidos por Papá Noel; no, eran regalos comprados y envueltos por mi padre. Lo que significaba que mi detestable primito Billy Bob, y otros tan detestables como él, no mentían cuando se burlaban de mí y me decían que no existía Papá Noel. El peor pensamiento era: ¿sabía Sook la verdad y me había mentido? No, Sook nunca me habría mentido. Ella creía. Eso era, aunque tuviera sesenta y tantos años, de alguna manera era al menos tan niña como yo.
Estuve observando hasta que mi padre terminó su tarea y apagó las pocas velas que aún quedaban encendidas. Esperé hasta asegurarme de que estaba en la cama y dormía. Entonces me deslicé hasta el salón, que todavía olía a gardenias y a puros habanos.
Me senté allí a pensar: Ahora seré yo quien tenga que decirle la verdad a Sook. Una ira, un extraño rencor, crecía en mi interior: no iba dirigido a mi padre, aunque acabara siendo él la víctima.
Al amanecer, examiné las tarjetas colgadas en cada uno de los paquetes. Todas decían: "Para Buddy". Todas, excepto una que rezaba: "Para Evangéline". Evangéline era una negra ya mayor que bebía Coca-Cola todo el día y que pesaba ciento cincuenta kilos; era el ama de llaves de mi padre -también lo había criado ella-.
Decidí abrir los paquetes: era la mañana de Navidad, estaba despierto, ¿por qué no? No me tomaré la molestia de describir lo que había dentro: sólo camisas, jerséis y tonterías por el estilo. Lo único que me gustó fue una soberbia pistola de pistones. Sin saber por qué, se me ocurrió que sería divertido despertar a mi padre con un tiro. Y lo hice. "Bang". "Bang". "Bang".
Se precipitó fuera de la habitación, con los ojos de par en par. "Bang". "Bang". "Bang".
-Buddy, ¿qué diablos crees que estás haciendo? "Bang". "Bang". "Bang".
-¡Para eso de una vez!
Me reí.
-Mira, papá. Mira cuántas cosas maravillosas me ha traído Papá Noel.
Más calmado, entró en el salón y me abrazó. -¿Te gusta lo que te ha traído Papá Noel?
Le sonreí. Él me sonrió. Fue un largo momento de ternura que se rompió cuando dije:
-Sí, papá, pero ¿qué me vas a regalar tú?
SU sonrisa se esfumó. Sus ojos se entrecerraron con suspicacia; podía leerse en su cara la sospecha de que yo le había tendido una trampa. Pero entonces se sonrojó, como si se avergonzara de pensar en lo que estaba pensando. Palmeó mi cabeza, carraspeó y dijo: "Bueno, había pensado que era mejor esperar y dejar que eligieras algo que desearas realmente. ¿Hay algo que quieras muy particularmente?"
Le recordé el avión que habíamos visto en la tienda de juguetes de Canal Street. Su rostro asintió. Oh, sí, recordaba el avión y cuán caro era. La cuestión es que, al día siguiente, yo ya estaba sentado en el avión, soñando que me elevaba hacia el cielo, mientras mi padre rellenaba un talón para el feliz vendedor. Habíamos hablado de cómo se transportaría el avión hasta Alabama, pero me mostré firme, insistí en que tenía que ir conmigo en el autobús que tomaba a las dos de aquella misma tarde. El vendedor lo solucionó llamando a la compañía de autobuses, que dijo que podrían arreglarlo con facilidad.
Pero todavía no me había librado de Nueva Orleans. El problema ahora era una gran petaca de Moonshine; puede que fuera por mi partida, pero el hecho es que mi padre había estado dándole al trago todo el día y, camino de la estación, me asustó al cogerme de las muñecas y susurrarme con amargura:
-No voy a dejar que te vayas. No puedo dejar que vuelvas con esa familia de locos a ese viejo caserón de locos. Hay que ver lo que han hecho contigo. ¡Un niño de seis años, casi siete, hablando de Papá Noel! Todo es culpa suya, de esas viejas solteronas agriadas, con sus Biblias y sus calcetas, de esos tíos tuyos, todos borrachos. Escúchame, Buddy. ¡Dios no existe! No existe ningún Papá Noel. Me apretaba las muñecas con tanta fuerza que me hacía daño.
-A veces, santo cielo, pienso que tu madre y yo, los dos, deberíamos pegarnos un tiro por haber permitido que esto ocurriera.
(Él nunca se quitó la vida, pero mi madre sí: pasó a mejor vida hace treinta años).
-Dame un beso. Por favor. Por favor. Dame un beso. Dile a tu papá que le quieres.
Pero yo no podía hablar. Estaba aterrado de perder el autobús. Y me preocupaba el avión, atado con correas a la baca del taxi.
-Dilo: "Te quiero". Dilo. Por favor. Buddy. Dilo.
Por suerte para mí, el taxista era un hombre de buen corazón.
Si no hubiera sido por su ayuda, la de unos mozos eficaces y la de un amable policía, no sé qué hubiera ocurrido al llegar a la estación. Mi padre se tambaleaba tanto que apenas podía andar, pero el policía habló con él, le serenó, le ayudó a mantenerse derecho, y el taxista prometió devolverlo a casa sano y salvo. Sin embargo, mi padre no se iría hasta ver cómo los mozos me acomodaban en el autobús.
Una vez dentro, me acurruqué en el asiento y cerré los ojos. Sentía un extraño malestar. Un dolor agobiante que me hería por todas partes. Pensé que, si me sacaba los pesados zapatos de ciudad, auténticos monstruos torturadores, aquella agonía remitiría. Me los quité, pero el misterioso dolor no me abandonó. En cierto modo, nunca más me abandonó; nunca más lo hará.
Doce horas más tarde estaba en casa, en cama. La habitación estaba a oscuras. Sook, sentada a mi lado, se balanceaba en una mecedora; un sonido tan sedante como el de las olas en el océano. Había intentado contarle todo lo que había ocurrido, y tan sólo me detuve cuando me quedé tan ronco como un perro aullador. Me pasó los dedos por el pelo y dijo:
-Por supuesto que existe Papá Noel. Sólo que es imposible que una sola persona haga todo lo que hace él. Por eso el Señor ha distribuido el trabajo entre todos nosotros. Por eso todo el mundo es Papá Noel. Yo lo soy. Tú lo eres. Incluso tu primo Billy Bob. Ahora ponte a dormir. Cuenta estrellas. Piensa en la cosa más apacible. Como la nieve. Siento que no llegaras a verla. Pero ahora la nieve cae por entre las estrellas.
Las estrellas destellaban, la nieve se arremolinaba dentro de mi cabeza; la última cosa que recordé fue la voz serena del Señor encomendándome algo que hacer. Y, al día siguiente, lo hice. Fui con Sook a la oficina de correos y compré una postal de un penique. Hoy, todavía existe esa postal. Fue encontrada en la caja de caudales de mi padre cuando murió, el año pasado. Esto es lo que le había escrito: "Hola papá espero que estés bien como yo y estoy aprendiendo a pedalear muy rápido en mi avión estaré pronto en el cielo así que mantén los ojos abiertos y sí te quiero Buddy".

sábado, 20 de diciembre de 2008

20 de diciembre de 2001






La vuelta

Ellos buscan por la vereda cosas
como otros pepitas de oro
en las arenas de los ríos.
Viajamos en el mismo tren, yo tengo
mi mochila de cuero, ellos sus changos
que regresan cargados
sobre los vagones de la medianoche.
A veces yo también soy ellos
en una realidad de latas,
cartones y botellas. Las ruedas
de ese incómodo equipaje
hecho de caño y bolsa de arpillera
en su trajín chirrían ascendiendo
la escalera hacia el andén.
Un pueblo que vive de los restos
que otro pueblo va dejando en las calles
y convierte las partes en un todo, un mundo
al que el otro mundo se le antoja ajeno
como si no le fuera propio
el desamparo o la búsqueda de oro
bajo la niebla.

Soy huérfana de vos cuando camino
por la ciudad en noches como ésta.

martes, 16 de diciembre de 2008

El río es un tiempo II



- Me asusta el tiempo - me decís -, la rapidez
con la que crece el pasto y se secan un día los jazmines.

De afuera vienen
los sonidos matutinos, voces que crecen y decrecen
tras el concierto de los pájaros cantores.
Cada vez es igual, excepto cuando llueve
y el silencio es el golpe del agua en los cristales
o el oscilante viento que nos lleva con él
para traernos
y ser las marionetas que descansan
aliviadas en la idea de que algo
gobierna el movimiento. No abandonar el barco
sino su conducción, como las aves o como la membrana
de la cresta
cuando explota en el mar y se diluye
en montones de espuma. Te abrazo, entonces,
no sé lo que sentís,
pero lo siento: está grabado en la memoria de tu piel
el momento en que nos encontramos,
ése que, nuevo,
brilló por su textura, su apariencia,
la forma sorpresiva del amor y proyectó
su sombra hacia un futuro
con mínimas variantes del presente ¿Pero en qué instante
terminan los comienzos? ¿cómo, de pronto,
la vida es otra vida y emerge
una brizna de hierba
en lugar de la nada que había antes?
Es cierto, el tiempo
asusta fuera nuestro, como las voces
que crecen y decrecen detrás de la ventana.
Yo sé lo que sentís: también fue mío
antes que lo dijeras: - Me sigue, a veces,
una especie de orfandad.

¿Cómo calmarte? Te aprieto contra mí, y el eje de las cosas
manfiesta su ley; tu corazón
se aquieta. De golpe, desde el parque
llegan las risas de unas nenas jugando en las hamacas.
Un empujón y las piernas que se elevan,
sus gritos espasmódicos festejando en la altura, la destreza,
el improbable peligro de caer.

jueves, 11 de diciembre de 2008

Sencillo

La baja inteligencia cree que ganando siempre le va a ir mejor. Una inteligencia más compleja se da cuenta de que para que yo sea feliz tenés que ser feliz vos; para que me vaya bien a mí te tiene que ir bien a vos.

Eugenio Carutti, director de Casa XI*



Por suerte conozco más de una persona de inteligencia superior.
Dedico esto a mi grupo de budismo.

miércoles, 10 de diciembre de 2008

El Japón de los 90, por Amélie Nothomb


Como todo el mundo sabe, Japón es el país con la mayor tasa de sucidios. Personalmente, lo que me sorprende es que no sea todavía más frecuente.
¿Y, fuera de la empresa, qué les esperaba a aquellos contables de cerebro lavado por los números? La cerveza obligatoria por colegas tan trepanados como ellos, horas de metro abarrotado, una esposa que ya duerme, el sueño que te aspira como el desagüe de un lavabo que se vacía, las escasas vacaciones en las que nadie sabe qué hacer: nada que merezca el nombre de vida.
Y lo peor es pensar que a escala mundial esta gente son privilegiados.

miércoles, 3 de diciembre de 2008

una serie

Tucumán












Estoy segura: no recordaré
más que el árido y espinoso cactus
que precede al vacío.
El vacío inmenso
y en su profundidad, un bosque
que parece de otro mundo.

**

La tierra se mete en la garganta.
Reseco el órgano
de mi lengua calla y le hecho
la culpa al viento.

**

Adelante, como una gran burbuja,
la inmensidad. Guardo esa ausencia
de detalles
como un sueño.

**

El río envuelve como una cinta seca
el llano que sostiene la montaña.

**

Hay una cima que no ofrendó su llanto
por dos años
hecha del hueso
duro y rojo de la tierra.

**

Suena la baguala y se ahueca
una vocal entre los serros.

**

Con la forma de un círculo
o un hueco,
la baguala es el lino
que cubre este celaje.

**

A una suma infinita de detalles
la llaman el vacío.

**

Estoy seca.
Es una sequedad extraña
de antigua hidratación que me sostiene
tan viva como la flor del cactus.

**

La mejor flor que vi
duró dos días.
La corta y bella vida
que dio el cactus,
sin tiempo casi
de saber si era verdad.

**

Vuelva el polvo sobre mí
sobre el viento que va
y vuelve años después
cuando la noche cae
y la luna quita la sed.

**

Vuelva el polvo sobre mí,
como si al ir va regresando
o al bajar sube
la montaña colorada
una niña con vergüenza.

**

Ladran los chocos con garganta seca,
el pelo duro, los ojos espejados por el sol.
Y después caen a la tierra, un desparramo
de piel y patas tras el resplandor.

**

Un mirar de lobo tiene el perro
de sangre por sus finos
caminos oculares. No es de rabia,
es de hambre, que es peor.

**

Seco. Todo seco
bajo la luz blanca que nos vuelve
indistinguibles. El mundo es parejo
en la aridez.

**

No hay una gota de agua en este río
y el puente ancho es su memoria material.

**

Me pincho con la espina de la tuna.
Robé la fruta equivocada.

**

Tengo sed. La tuna se oculta tras la espina,
escatima la humedad del río, la dulzura del amor.

**

Suenan las aspas del ventilador
porque es de noche en Tucumán.
Afuera, en el camino
el aire es nuevo, como la luna.

foticas de la presentación de "Ni jota"





viernes, 28 de noviembre de 2008

un poema



Te escucho relatar
la historia de tu cuerpo frente al mar de Brazil
esbelto y fibroso, bailando bajo la lluvia.
Yo, en cambio, no tengo nada de eso.
No recuerdo una sola
alegría de ese estilo. Qué distintas que somos,
pienso, y miro tus brazos,
tu piel café con leche como la tes de un rostro
que recuerdo haber visto
en mi primera enciclopedia.
El mío es pálido y sino duermo bien
-cosa frecuente –
mis ojeras se hunden y oscurecen,
todavía más.
Nada sé de esa dicha de bailar
frente al sol o frente a otros,
yo bailo cuando bebo
o cuando estoy perdida
en una multitud.
A veces payaseo, porque no sé seguir
el ritmo de la música
y los demás
creen que es una gracia
calculada (no saben que ese paso
discontinuo
me separa de ellos y del mundo)
¿Cómo será fluir por el efecto
de la voz de Tom Jones
cuando canta Sex bomb o la de Rita Lee
en Lanza Perfume? ¿cómo será ser vos?

martes, 11 de noviembre de 2008

Lectura en el Diversa

DIVERSA
FESTIVAL INTERNACIONAL DE CINE
GAY / LÉSBICO / TRANS DE ARGENTINA
5ta. EDICIÓN – 13 AL 23 DE NOVIEMBRE – 2008


El Miércoles 19 de noviembre a las 19.30 hs. Presentamos una “Noche de poesía” en el Centro Cultural Paco Urondo, Universidad de Buenos Aires, 25 de mayo 217 con la participación de los escritores Diana Bellessi, Teresa Arijón, Claudia Masín, Osvaldo Bossi.

Coordina: Paula Jiménez

Entrada libre y gratuita.

miércoles, 29 de octubre de 2008

Presentación de Ni jota

además es el lanzamiento de abeja reina, un proyecto editorial que emprendo, a partir de este libro, junto con Claudia Masin, Teresa Arijon, Mercedes Araujo, Guadalupe Wernicke y Victoria Schcolnik, en Buenos Aires, y Pat Sánchez Ponti y Silvia Morán en México.
los espero!!!!!!!!!!!




abeja reina

presenta:

Ni jota
textos y dibujos de Paula Jiménez

se referirá al libro Claudia Masin
y habrá proyecciones

viernes 7 de noviembre
19.30hs.

en la Casa de la lectura
Lavalleja 924

miércoles, 15 de octubre de 2008

Entrevista a Ilse Fuskova

Por Paula Jiménez



Esta entrevista fue publicada por el suplemento "Soy" a principios de octubre, y como me quedé encantada con Ilse, con las cosas que decía, decido subirla a mi blog y compartirla con ustedes.

¿Cuándo fue la primera vez que te sentiste atraída por una mujer?

En el ´85, en Brasil, me enamoré de una militante española. Fue fuertísimo. Estuve casada 30 años, tengo 3 hijos, pero esa atracción no la había imaginado nunca. Yo tenía 56. Jamás me volví a enamorar de un varón. Durante aquel maravilloso encuentro de mujeres en Bertioga, no sólo yo sino muchas mujeres argentinas se descubrieron lesbianas o bisexuales. Éramos dichosas en ese clima exuberante, bailábamos a la noche en la playa y tomábamos caipirinha. Todo eso influyó.

¿Qué te impulsó a convertirte en una lesbiana pública?

Fueron caminos que se me dieron y que no busqué. Después de Bertioga, viajé a Berlín a ver mi hijo, y al año siguiente a San Francisco. En ambos lugares vi esa realidad de las lesbianas. Estaban orgullosas. No disimulaban para nada: al contrario. Y a mi regreso, ya separada e independiente económicamente, no sentía ningún temor. Así que cuando me llamaron para participar de un programa televisivo no lo dudé. Traía conmigo la imagen positiva de EEUU y Alemania, y el bagaje teórico, porque yo leía muchísimo. Me dije: esta es una opción para todas las mujeres, no sólo para mí.

¿Qué opción, la de hacerse visible?

La de compartir sentimientos profundos con otra mujer. Me sentí liberada. Era como abrir la puerta de una prisión donde sólo la heterosexualidad era opcional, y en la que si había una relación lésbica tenía que ser en absoluto secreto. Yo sentí que de golpe tenía libertad, información y un gran deseo de gritarlo a los cuatro vientos. Esto fue lo que me dio fuerzas para convertirme en una lesbiana pública. Esto, y un grupo de estudio donde leíamos a Adrienne Rich, su texto “Lesbianismo y heterosexualidad obligatoria”.

¿Conociste a Rich?


Sí, en una reunión política. Estaba por salir la candidatura de una gobernadora y ella la apoyaba. Entró al salón sostenida en dos bastones - tiene problemas de artritis - y cuando me dijeron que era ella, me acerqué y la abracé. Se quedó cómo preguntándose qué personaje enloquecido era yo – porque las norteamericanas no son tan efusivas - y entonces le conté que su texto era como una biblia para nosotras, las argentinas. Es una mujer que contribuyó enormemente, y muchas iniciamos nuestro pensamiento crítico frente a la heterosexualidad a través de sus escritos teóricos.

Rich también estuvo casada, se separó y se enamoró de otra mujer, y a partir de un momento fue atravesada por una conciencia que modificó para siempre su vida íntima y su vida pública, ¿te sentís identificada con ella?


Sí, pienso que sí. Creo que cada tanto, en las sociedades, hay como un espíritu revolucionario que amplía las mentes y empuja a abrir el espacio social. Y a nosotras nos agarró esa ola. Seguro que ella no podrá explicar exactamente. Es sentir que de repente algo te lleva en una dirección. En todo momento revolucionario aparecen ciertas vidas que hacen más visible ese atreverse al cambio. Yo creo que esto está más allá de la decisión propia. Y no es sólo una tarea personal. No se puede dar clases para hacer ese camino. Es algo sutil, funciona a nivel de la intuición.

En los programas de TV a los que concurrían vos, Claudina, Fredda, Santino y otros, a comienzos de los ´90, es notable ver cómo eran atacados. Los debates que se armaban, mirados desde el 2008, se evidencian hoy toscos y de argumentos conservadores de parte de la audiencia o de los panelistas. Sin embargo, vos respondías serenamente, ¿cómo hacías?

Me sentía muy segura, no tenía dudas de que eso debía ser dicho y que yo estaba en una situación de libertad. Incluso no consulté a mis hijos si ir o no ir a la tele. Eso estaba más allá. Yo lo sentí como una apertura de conciencia social y no podía no hacerlo. Si me hubiera dicho “no lo hagas, es un riesgo”, eso hoy sería una frustración para mí. Cuando fui al programa de Mirta Legrand en el ‘91, mis propias compañeras feministas me decían: no vayas, te van a querer humillar. No las escuché, asistí a pesar de todo, y fue buenísimo. Terminó el almuerzo con 36 puntos de rating ¡Con qué seguridad hablé! De alguna manera, yo desarmaba los argumentos de Mirta. Agradezco haber podido hacer ese camino.

Además aquello te encontró con Claudina…

Exacto. Porque Mirta me preguntó de qué origen era mi apellido, y le contesté que uso el de mi madre, Fuskova, porque mi familia paterna no quería que usara el de mi padre. Claudina, que también es de origen checo, empezó a escribirme, y yo, que no contestaba la mayoría de las cartas, a ella sí le respondí. Y mirá sino estarían las cosas ya planeadas - por llamarlas de alguna manera - que ella, que en ese momento estaba con mucho trabajo, aquél día se había enfermado y pudo ver el programa. Hay casualidades que no lo son tanto. Si Claudina no se hubiera enfermado no lo hubiera visto. A los seis meses de eso empezamos a convivir y hace 16 años que estamos juntas.

¿Cómo se concretó la publicación de “Amor de mujeres”?

También: pura casualidad. Claudina y yo nos decíamos: necesitamos escribir nuestras historias. Yo venía del entorno cultural porteño, donde se suponía que circulaban ideas nuevas, y sin embargo no me descubrí lesbiana hasta los 56 años. En cambio ella, que venía de una pequeña ciudad de Entre Ríos, lo sabía desde los 5. Entonces, pensamos, podía ser muy interesante ver cómo se entrelazaban estas dos vidas. Primero escribimos para fotocopiar y repartir, y después nos pareció que estaba tan lindo que fuimos a tres editoriales con el texto. A los 15 días nos llamó Planeta y firmamos contrato.


¿Cómo ves con el paso de los años la situación de las lesbianas?

Se ha abierto un espacio muy grande. Por un lado la visibilidad es mucho mayor, aunque todavía una maestra no pueda decir que es lesbiana. Una mujer artista sí. O una mujer como María Moreno puede mostrar lesbianas en la televisión. Ahora, yo me pregunto ¿porqué había poquísimas mujeres en el casamiento de Piazza? Porque todavía les cuesta, incluso a los hombres gays, darnos un espacio.

¿Y no pensás que se da una conjugación entre los espacios que no ceden los varones y los temores o pruritos de las mujeres ante la visibilidad?

Sí. Creo que no es fácil decirlo todavía. Se podrá decir casi con seguridad a nivel académico, o en espacios privilegiados. Pero eso lo tiene que calibrar cada persona.

¿Pensás que todavía se corren riesgos?

Yo no sé… eso lo sabe cada una. Claudina y yo ya no corremos riesgos en ningún lado. Mi experiencia es que cuando lo decís con convencimiento te respetan. Nosotras hicimos la Escuela de Bellas Artes y allí lo dijimos en todas las cátedras. No hubo ningún problema, incluso hicimos circular material teórico y la gente se acercaba para tener más datos.

¿Mostraban interés en ese material?

Sí, mucho. Y es muy importante enterarse porqué la sociedad defiende así la heterosexualidad obligatoria, cómo funciona ese entramado, qué se pone en juego en lo económico, y que existe una franja de mujeres apartada de la explotación que se sufre con la educación de los hijos, o con el trabajo doméstico. Ningún ministro de economía pone en el listado del producto bruto todo ese trabajo gratis que hacen las mujeres. En una revista feminista que leí proponían que cada mujer fuera a trabajar a la casa de la vecina y cobrara por todo lo que en la propia casa hacía sin percibir ningún cobro. Es un trabajo que habría que pagar, y no hay país que lo pueda hacer. Si durante una semana las mujeres hicieran huelga, ¿qué pasaría con esos niños o con esos hombres? Se pararía el país. Estamos tan acostumbradas a hacer todo por amor que no nos damos cuenta de que es un trabajo que merece ser pagado, porque la sociedad se beneficia con él.

¿En qué consistían los “Cuadernos de existencia lesbiana”?

Al principio fueron historias personales. Compañeras que no estaban dando la cara prefirieron hacerlo así, contando cómo se habían desarrollado esas relaciones, qué peligros sentían. Pero también era necesario hacer circular material teórico. Y yo traduje del alemán, del francés, del inglés, textos de lesbianas europeas y estadounidenses. Los cuadernos inaugurales los editamos con Adriana Carrasco. Eran fotocopias, y estaban escritos con máquinas de escribir. Los primeros compradores fueron chicos gays: Cigliutti, Ferreyra, Carlitos Jáuregui. Ellos querían tener un pensamiento feminista e hicieron un gran trabajo. Más tarde los vendíamos en encuentros, o en acciones callejeras. Las feministas los compraban y las otras también, pero a veces ponían excusas: “lo quiero para una amiga”, ó “tengo una hija confundida”.

¿Posibilidades de reedición?

Hay una: saldrían esas revistitas en forma de libro. Mi sueño es sacar los 17 números juntos.


¿Cómo te sentiste en el encuentro de Rosario?


Fue muy emotivo ese recibimiento que me hicieron, como un homenaje. En el encuentro había muchas mujeres grandes que me saludaron con lágrimas en los ojos, y comprobé que, en efecto, mi accionar estuvo bien, fue necesario y oportuno. Además aquél fue un proceso personal del que no salí lastimada. Yo tuve una vida muy rica, hecha de relaciones, de conocimientos. Y tuve también una búsqueda espiritual. Y cada vez me acerco más a una intuición de un sentido del todo.


Justamente, tu poema “La isla” comienza diciendo “Lo que de la tierra más amaba/ volvía a encontrarlo en otro cuerpo”, qué linda es esa idea… implica una integración como la que mencionás, una vuelta a la integración…


Me gusta lo que me señalás. En este momento estoy muy interesada y leo mucho sobre tecnología: ella nos ha permitido conocer el cosmos como hasta ahora no se lo conocía. Se creía que había 3 o 4 galaxias ¡y hay millones! Vamos aprendiendo sobre el cosmos, y nuestro cerebro nos pide intuir un orden en eso. La tecnología es parte de la naturaleza y del crecimiento. Y la que hoy explora el cosmos es conmovedora. Hay todo un movimiento religioso alrededor de eso. Oraciones en las cuales se habla tanto del Cristo cósmico como de la teoría cuántica. Las cosas se van desplegando, así como la sexualidad. Hoy en día hay gente que en mitad de su vida se hace transgénero, y en este momento, en un hospital de Buenos Aires, se asiste a 60 personas que están cambiando de sexo. Están en otro nivel, y a mí me parece conmovedor. Hay un físico atómico, David Böhm, que habla de la realidad desplegada. Esto sucede en muchos planos, es un abanico que se abre. Tengo entendido que en EEUU, Teresa de Laurettis tiene una cátedra sobre “Crecimiento de conciencia”. Otro tema que me fascina y que tiene que ver con esto y con las mujeres, es el tema de envejecer. Hoy sabemos que envejecer no es que se te mueren las neuronas. Solo algunas. Estas hacen lugar para que las que quedan se expandan, ocupen espacios y se interconecten de una manera que una persona joven no puede, lo cual da una capacidad de ver la realidad y la propia vida de modo diferente. Nos anulan los mensajes sociales que dicen que una mujer que envejece es prácticamente descartable. Yo creo que esa tiene que ser la lucha: por la autoestima de envejecer hasta que seamos llamadas y llamados a otros planos. Porque parece que la vida digna de una mujer termina en la menopausia, después se opera, se rellena. El otro día escuché esta frase: El alma tiene, el yo quiere. Es decir que al alma no le falta nada, pero el yo sale a comprar. Entonces a las mujeres grandes, si aceptamos el proceso de envejecer, cada vez nos van a vender menos cosas. Como antes la opción lésbica, hoy defiendo el derecho a envejecer.

viernes, 10 de octubre de 2008

El río es un tiempo

Sí, sí disculpen: por priorizar otras cosas abandoné este espacio, pero me sorprendí gratamente con las visitas de mis amigos reclamando mi regreso. Ha de zer azí, entonzes. Aquí va un poema de última cosecha.


San Antonio de Areco


Con pesadez de siesta
la tarde se desploma sobre el río,
débil hilo que cruza San Antonio.
Sinuosa entre los sauces, casi sin hacer ruido
la corriente desciende y se desliza encima de las rocas.
Las sombras de los cuerpos que cruzan la rivera
recortan el dorado de la luz
que alumbra la humareda pueblerina y se diluye. De pronto,
como si hubiera visto las palabras, como si las palabras
urdieran mi memoria material, la infancia de mi padre
recorre alegremente los márgenes del río: “Nos zambullíamos
al salir de la escuela, esa era vida, no
la que me hace morir en la ciudad”.
¿O no fue lo que dijo?
La sustancia moldeable de la voz que recuerdo
adquiere una certeza que transmuta
y es un decir silente: “Yo nunca
fui a la escuela. Mi padre nos llevó a San Antonio,
porque era caminante y trabajé con él.
A veces, nos tirábamos los dos”. Siguiendo su fluir, esa manera
sutil de no quebrarse y esquivar el escollo de las rocas
o de ser absorbido por la tierra y el pasto,
lo reconozco a él, mi padre, su mirada
ante el paisaje pleno y el paseo
sereno por sus propios pensamientos. Distraído, quizás,
o entregado
a la atención total de lo que descompone
o compone la existencia: fugacidad, revelación de angustia
en la belleza de un río que camina
y que lo deja afuera.
En dirección Oeste cae la tarde,
y más allá,
en el verano inmenso que nos busca con su lupa de luz
mi sobrino Luquitas se zambulle en el agua, entreverado
a los brazos de mi hermano.
La hora ya declina y la ciudad se baña
con las sombras de los grandes edificios,
un frío inexplicable nos recorre, pero él no lo advierte.
Se toma de su padre como de un salvavidas.
“Cuidá a ese chico”, diría mi papá,
desde su reposera, con un mate en la mano,
un libro de poemas de Hernández que yo le regalé
y en su bolso de cuero una raqueta blanca, y el naranja
furioso de una coupé Torino que alzó velocidad
y al tiempo se detuvo
frente al mar.
“Cuidalo”, insistiría su voz
ronca, y lejana ya,
feliz – secretamente - de haberlo conocido.

viernes, 22 de febrero de 2008

Poema

Playa nudista II


A Pier Paolo Passolini




Por la costa rocosa, como una aparición
se asoma entre el oscuro celaje de la tarde,
detrás un mar revuelto y plata le confiere
cierto halo irreal. Su andar sereno traza
un camino en la arena que empieza a humedecerse,
son huella regulares
y plenas, de un paso sin sigilo. Balancea sus brazos,
sueltos y relajados,
mientras, alrededor, la tormenta se anuncia con lejanos rugidos.
No parece importarle. La tarde se ennegrece,
arremolina el soplo ligero del ocaso
y se pierde en el agua, blandamente.

Festival de poesía de Quequén



De izquierda a derecha Marina Serrano, Daniel Freidemberg, yo, Teresa Arijón y Daniel Chirón


Mariana Docampo, María Julía Magistratis, Claudia Masin y Carlos Aldazábal en plena lectura

Con Mariana, Clau y Teresa comiendo galletitas de limón en un café a la ida.

Poemas inéditos

Playa nudista II

A Pier Paolo Passolini





Por la costa rocosa, como una aparición
se asoma entre el oscuro celaje de la tarde,
detrás un mar revuelto y plata le confiere
cierto halo irreal. Su andar sereno traza
un camino en la arena que empieza a humedecerse,
son huella regulares
y plenas, de un paso sin sigilo. Balancea sus brazos,
sueltos y relajados,
mientras, alrededor, la tormenta se anuncia con lejanos rugidos.
No parece importarle. La tarde se ennegrece,
arremolina el soplo ligero del ocaso
y se pierde en el agua, blandamente.



La tarde



Un arroyo que surca
la arena en el mar muere, ¿o es el mar
que hacia él va?
Dos chicos se zambullen arrojados
desde los pastizales,
eligen la dulzura de estas aguas
al frío y brusco impacto de las olas.
Todo es nuevo a sus cuerpos: el rayo de la tarde,
el roce de sus pieles vigorosas, tirantes
como las de los peces.
El fluir del arroyo no los empuja al mar,
el mar se rinde a ellos y se opone
al traer a sus bocas un regusto salado,
y a sus manos
plaquetitas de nácar que tamizan
con el suave aleteo de sus dedos.
Al rato salen juntos y caminan la playa
caliente todavía.
Van donde cae la tarde, donde una roca es
un sitio para el largo cavilar
del pescador.

jueves, 3 de enero de 2008

Verano

CICLO DE MUSICA Y POESIA EN EL JARDIN BOTANICO
Entre Árboles propone la oralidad de la poesía y su encuentro con la música en un ambiente natural.
Con el Jardín Botánico como escenario, este ciclo promueve la creación de nuevos circuitos alternativos de difusión de la cultura. Poesía, música y un escenario privilegiado para las noches de verano en
Buenos Aires.
Habrá 7 funciones desde el miércoles 16 de enero, a las 20 hs. En la apertura actuarán las poetas Victoria Schcolnik, Guadalupe Wernicke y los músicos Luz de Agua y Mariana Baraj. En los encuentros posteriores estarán presentes los poetas Osvaldo Bossi, Eduardo Mileo y Paulina Vinderman con el músico Mono Fontana; las poetas: Teresa Arijón, Florencia Walfish y Mercedes Araujo con el músico Sergio Bulgakoy; las poetas Ana Guillot, Juan García Gayo y Emmanuel Taúb con las músicas Mariana Melero y María Heinen; los poetas Gerardo Jorge, Pipo Lernoud y Romina Freschi con El pony infinito; las poetas Claudia Masin y Paula Jiménez con el músico Manuel Ochoa, y cerrarán el ciclo las poetas Susana Villalba y Andi Nachón con el músico Lisandro Aristimuño.