martes, 29 de diciembre de 2009

Regalito para terminar el año


Suplemento Soy

Sábado, 26 de diciembre de 2009

Entrevista a Lala


No habrá ninguna igual



Con ese nombre que parece una invitación al canto, y vestida a lo varón, Lala canta el tango como ninguna. La voz de las pioneras y la sutileza de las primeras cancionistas se reencarnan en esta feminista arrabalera que primero aprendió a llorar, después a cantar y luego a andar con sentimiento.
Por Paula Jiménez

¿Hay una contradicción para vos entre ser feminista y cantar esas letras de tango tan machistas a veces?

—Siempre canté tangos, porque me parecen muy teatrales, ésa es la posibilidad que te da este género. Me dediqué a la actuación y me gusta poder, en cuatro minutos, construir un personaje. Cada vez que canto un tango de estas mujeres estoy evocando una sensibilidad, una época, un ser: es un viaje. Entrar en otro espacio, eso hago. Me comparo con ese personaje, me conecto con esas mujeres y empiezo a leer sobre ellas, a enterarme de cosas que no sabía. Me siento más una actriz que canta que una cantante. Y, por otra parte, a mí lo que me interesa es rescatar una energía en especial dentro del tango.

¿Qué energía? ¿Por qué querer rescatarla dentro del tango?

—Porque yo la veo. Porque la encontré... Para mí lo más importante en el mundo es la alegría. Es como una flor, no importa si después desaparece. Hay una flor que me regaló Bárbara Belloc que en primavera sale un solo día y después desaparece, sin dejar restos... Yo lo relaciono con los monjes zen, con lo que se desmaterializa. Nacimos para ser delicados y hermosos... Y cuando canto un tango, lo canto desde ahí. Es difícil, ya sé, porque no es delicado el tango. Esa delicadeza la voy encontrando en las palabras, en el sentimiento y el desgarro del tango que cantaban esas mujeres... Yo al tango creo que lo uso. Veo en él ese gesto, esencial y genuino que se fue perdiendo, porque el tango de ahora no es como el de entonces...

En los ‘90 empezaste con tu espectáculo Se va la vida, que era un homenaje a las mujeres en el tango. ¿Cómo se originó en ese momento aquel proyecto?

—Fue gracias a María Moreno, que me escuchó cantar en un bolichito de La Boca y me dijo que me parecía a Azucena Maizani. A partir de ahí yo empecé a investigar a las mujeres del tango de aquellos años. Para mí, antes, eran mujeres de vocecitas agudas y de pronto descubrí que detrás de eso había un movimiento impresionante. Yo cantaba tangos desde chiquita, escuchaba a Susy Leiva, a Susana Rinaldi, pero no tenía idea de las compositoras, como por ejemplo de María Luisa Carnelli, la autora de “Se va la vida”. Siempre fui hiperfeminista y cuando estudié arte dramático me preguntaba: ¿dónde están las autoras? Parecían ser todos hombres. Y me alegré mucho al descubrir ese mundo de comienzos del siglo XX, finales del XIX: las cantantes, las poetas, las de la “Ribera izquierda”, Collette, Gertrude Stein, mujeres de vanguardia. Aquello que sucedió en Europa se sintió también acá, sobre todo en el tango, donde prevalecían las cancionistas, la mayoría autoras: Azucena Maizani, Mercedes Simone, Ada Falcón, hasta Tita Merello compuso tangos. No eran mujeres de clase alta como las de la Ribera izquierda que se reunían en salones y editaban libros, y de alguna manera inventaron la modernidad. Pero, como ellas, las mujeres de acá también se adelantaron a su época. Con su actitud, con su manera de decir, de cantar. Fue importante ese momento inicial. Lo que me llama la atención es que el aquel público era más bien femenino y llenaba los teatros; las cantantes actuaban en vivo en las radios y había concursos de letras y música, era como una fiesta. Yo me acuerdo de que la época en que yo empecé, en el ’94, había un grupo de tango que se llamaba Glorias Porteñas, pero ellos no hablaban para nada de este tema. Todavía no se habla.

¿Por qué no se habla?

—La verdad, no sé por qué no se le da repercusión. Hay una suerte de moda con el tango, pero no se profundiza. Yo estudié en una escuela de música popular y no había ningún material de investigación. Tampoco actualmente hay una movida desde las cantantes mismas. En un momento yo había empezado a buscar y me encontré con un señor que hizo un trabajo en relación con las mujeres en el tango. Fui a un seminario que daba, muy interesante, y él decía: “Escuchen este tango. ¿No les hace acordar a este otro?”. Como que hubo robos, sugería él, como que a esas mujeres se les robó. Conocía muy bien el movimiento femenino en el tango, pero al final resultó ser muy machista. Cuando se enteró de mi proyecto, me preguntó: “¿Por qué querés hacer esto? Van a creer que sos tortillera”. Y yo le dije: “Ah”, y me callé, porque en verdad tenía interés en que me siguiera pasando material...

¿Qué habría pasado si le hubieras dicho “Sí, soy tortillera”?

—Y... porque fui tonta: al final estuve como dos años sin ir a verlo. Yo venía de Suiza y de Francia, de hacer mi espectáculo en francés y quería volver a armarlo en español y ampliado, con más información, y di con él. Le mostré todo mi trabajo y lo único que hizo fue querer besarme. El me quiso descalificar con eso de “van a decir que sos tortillera”; además: como si eso fuera lo más importante. Como la misma Safo, que parece más relevante que haya sido lesbiana que poeta y fue una poeta impresionante.

Está bien, pero en el tango, como en la mayoría de los géneros musicales, no parecemos existir, no nos reflejan las letras, no hay ningún tango dedicado de una mujer a otra... ¿o sí?

—A mí, una vez, Graciela Paz me escribió la letra de “Se dice de mí”, pero como adaptada a una lesbiana, era muy gracioso. Pero yo nunca lo hice porque no incursioné, ni hablé de ser lesbiana, lo que hice tiene que ver con el género. Y ahora ya no sé si quiero seguir con este homenaje a las mujeres tampoco. Tengo más ganas de hacer lo que siento, que en este momento es cantar tangos vestida de varón. Soy una mujer, sí, pero a veces creo que soy un hombre. Siento que ya no existe esa cosa tan marcada que diferencia hombres y mujeres. A mí me conmueve eso de que haya hombres que se vistan de mujeres, pero tengan una familia, una esposa, como hizo Gertrude Stein también, que vivió como un hombre y era una mujer. Ponerte en un lugar distinto, no estar tan fija en un rol, encarcelada, poder ser más libre. Canto tangos pero me gustan los poemas de Lao Tsé, los haikus, ja ja. Yo voy cayendo en el tango, pero el tango sigue siendo machista.

En tu espectáculo proyectás una foto de Azucena Maizani vestida de hombre...

—Azucena fue la primera en aparecer vestida de hombre. Y fue una cuestión accidental, contaba Aída Luz. Un día que iba a salir a cantar, en un teatro, con una orquesta, cuando fue a vestirse para salir a escena se encontró con que había desaparecido su vestido. La explicación es que se había peleado con un músico y este hombre no sólo no tocó sino que se llevó el vestido. Así que no sé cómo se le ocurrió en ese momento, se puso un saco y un sombrero que le quedaban grandes, por supuesto, y se presentó así. Porque después ella lo adoptó: salía vestida de gaucho, por eso Libertad Lamarque le decía la Ñata Gaucha. También se mostró, después de ella, Mercedes Simone vestida de varón. Incluso me enteré hace poco de que hubo travestis en los años ’30 que estaban en el ambiente del tango. Fue el apogeo de un tipo de sensibilidad... Después esto no volvió a pasar, el tango se fue haciendo como más duro. En aquel entonces la gente se divertía y eso dio lugar para que apareciera lo diverso, lo múltiple.

Gardel es de aquella época...

—Sí, él era amigo de Azucena Maizani, de Ada Falcón, y además decían que era gay... Por eso yo tengo ganas de cantar vestida de varón, pero pensando en él, porque hay un tanguito que él canta y lo hace como una mujer. Para mí la mujer cuando canta tiene una cosa de mayor exposición de la emoción, como la que él tenía. El hombre, lo masculino, en cambio, tiene algo más simple... aunque creo que hoy prevalece más lo andrógino, por suerte una va y viene. Yo imagino que hay una flor que no vemos y que es de todos, de todos los seres vivos por igual... Y que hay un mundo, el mundo de la dualidad, el de la guerra, el del enfrentamiento entre los sexos, que tiene que ver con el poder y que es el que parece que estamos obligados a mirar como si fuera el único.

¿Cómo empezaste a cantar?

—Descubrí que podía cantar cuando era muy chiquita. Un día me puse a llorar y descubrí la voz, mi voz. Entonces, todos los días iba al zaguán a la misma hora y mi abuela me decía: “¿Dónde vas nena, tan apurada?”. “Voy a llorar”, contestaba yo, porque creía que cantar era llorar. Y es desde ese lugar desde donde yo canto. Como aquel famoso tango de Mercedes Simone que dice: “Cantando yo le di mi corazón, mi amor / y desde que se fue yo canto mi dolor”. Como que el canto y el dolor están siempre a la par. Y yo me identifico con sus palabras.

LALA ACTUA UN MARTES POR MES EN LA MILONGA TANGO QUEER Y HACE UN SHOW MENSUAL EN EL RESTAURANTE FRIDA KAHLO.

Link a la nota:http://www.pagina12.com.ar/imprimir/diario/suplementos/soy/1-1142-2009-12-26.html

viernes, 11 de diciembre de 2009

Idea & Olga


las12

Viernes, 20 de noviembre de 2009

RESCATE

Dos mujeres del veinte

Dos obras de teatro del mismo director, Silvio Lang, rinden tributo a dos poetas esenciales de la poesía sudamericana del siglo XX. Yo, Olga Orozco y Nada de Dios proponen un recorte en la poética y en la biografía de la argentina Olga Orozco y la uruguaya Idea Vilariño. Buena oportunidad para volver a escucharlas y también buena excusa para leer entre líneas lo que
sus voces siguen diciendo.


Por Paula Jiménez

VOLVER AL FUTURO

Las dos obras de teatro no parecen del mismo director y esto es, ante todo, un mérito: Lang eligió como punto de partida la figura de dos poetas, Olga Orozco e Idea Vilariño: dos poéticas muy distintas, dos mujeres muy distintas. El hecho de hacerlas coincidir en la cartelera porteña pareciera hacer eco de la coincidencia que las unió en el año ‘20 (el de su nacimiento) y en el sur del continente. ¿Por eso las eligió Lang? No sabemos. Lo que sí sabemos es que tanto Nada de Dios, como Yo, Olga Orozco, homenajean a dos poetas fundamentales del siglo XX. Y mientras que en Nada de Dios las composiciones austeras de Vilariño, son interpretadas con delicadeza por los actores, en Yo... el grandilocuente edificio de los versos de Orozco es soportado por una puesta de características ampulosas también. Las actuaciones y los recursos escénicos de Yo... tienden a crear una atmósfera de oscuridad, acorde con la indagación metafísica. Las obras en cartel demuestran una vez más que las dos poetas fueron leídas desde su piedra angular: para una la intimidad, para la otra inmensidad. Como dos caras de una misma moneda.

EL RARO AZAR Y ESE PAJARO DE LUZ

“En nuestras vidas el azar es permanente y el destino se nos abre en forma de abanico porque vale tanto lo que uno hizo como lo que dejó de hacer”, dijo una vez Olga Orozco. Y es quizás ésta una declaración de principios por la cual las responsabilidades sobre lo vivido y lo omitido son, en definitiva, una sola. Lo oculto acecha y la palabra o el acto son nuestra posibilidad de contrarrestarlo. Será por eso que la proyección de una voz como la suya ocupa tanto espacio. Su intención, la intención de los cantares de Orozco ha sido, sin dudas, llegar lo más lejos posible. Según esta autora, poesía y plegaria se parecen: ambas están al servicio de lo extraordinario y conducen a la elevación espiritual, no a su hundimiento.

Orozco, influenciada por el surrealismo, desplegó en su poesía imágenes oníricas que parecen venidas de otro plano. Y con sus versos buscó expresar sus intereses místicos o, más bien, su concepción transpersonal de la existencia; su poesía no abrevó de la experiencia directa sino de una instancia intermedia entre lo humano y lo divino. “Los Poemas a Berenice”, por ejemplo, dedicados a su gata muerta, fueron terreno fértil para plasmar una filosofía del más allá: “Pero también los dioses mueren para ser inmortales/ y volver a encender, en un día cualquiera, el polvo y los escombros”.

“Buscamos/ cada noche/ (...) entre tierras pesadas y asfixiantes/ ese liviano pájaro de luz/ que arde y se nos escapa/ en un gemido”, decía Idea Vilariño en “Buscamos”, para referirse al orgasmo. Y cabe mencionar que ni siquiera hoy es corriente que la poesía escrita por mujeres dé cuenta, con tal franqueza lírica, de vivencias tan íntimas y menos que estas vivencias lleguen a expresarse sin culpas ni regodeos. En “Seis” –por si nos queda alguna duda– dice: “Entonces/ todo se vino/ y cuando vino/ y/ me quedé inmóvil/ tú te quedaste inmóvil/ lo dejaste saltar/ quejándote seis veces./ Seis./ Y no sabés qué hermoso”. Los versos cortos, la agitación, no son sólo un procedimiento literario sino que reproducen una respiración que mucho tiene de sexual. Y lo que ella llamó escribir para sí misma es, quizás, haber preservado a su poesía de una mirada ajena que profanara su espacio sagrado. Y lo sagrado no existía para Vilariño más que en la palabra, porque de Dios ni hablar. En el documental Idea (1997), dirigido por M. Jacobs, declara: “Dios es un problema que no existe”. Y en la entrevista realizada por Poniatowska, esta última, afectada por la actitud de Vilariño, reflexiona: “Difícil entrevistar a Idea: no cree en las preguntas, no cree en las respuestas, no cree en nada. Hago las preguntas de cajón a las que responde sin entusiasmo, por cortesía y porque finalmente todos nos vamos a morir y eso tampoco importa”.

TODOS LOS JUEGOS, EL JUEGO

La polifacética Orozco se desempeñó como actriz de teatro y en los ’60 también como redactora de la revista Claudia; entre 1968 y 1974 confeccionó el horóscopo de Clarín. Esta actividad nos pone en la pista de otra pasión que marcó su obra: el ocultismo. Y al estudio de sus misteriosas artes se deben algunas de sus más maravillosas composiciones. En una entrevista, la poeta confesó haberse alejado de estos “juegos bastardos” –se refiere a la quiromancia y la cartomancia– y quedado tan solo con el de los versos. Pero estos juegos ya estaban arraigados en ella desde los 14 años, cuando se convirtió en discípula de una maestra que la imbuyó del mundo de lo oculto y le enseñó a leer los arcanos.

Para la circunspecta Vilariño, publicar sus poemas no fue una decisión fácil de tomar. El hecho de considerar a la escritura una actividad íntima y ajena a la escena pública, la enfrentó a una contradicción respecto del destino que se le iba presentando. En una de las pocas entrevistas que concedió, le confesó a Elena Poniatowska haber escrito versos sólo para sí misma. Vilariño, además, rechazó varios premios, entre ellos la tan codiciada beca Guggenheim y su indiferencia hacia la crítica literaria y a cualquier legitimación externa la mostró como una poeta atípica, al margen de la banalidad que en muchos casos preocupa a los artistas. “Así como me importa el juicio moral sobre mi conducta –política, gremial, etc.– nunca me importó lo que se dijera sobre lo que escribo. Nunca me sirvió de nada. Recuerdo haber atendido una observación de Onetti, otra de Claps, una de mi hermana. Eso es todo.”

VIDAS Y OBRAS

Idea Vilariño nació en Montevideo. Perteneció al grupo Generación del ‘45, del que formaron parte Juan Carlos Onetti, Mario Benedetti, Amelia Berenguer y Gladys Castelvechi. La autora de los célebres versos de “Ya no”, dedicados a Onetti (Ya no estás en un día futuro/ no sabré dónde vives, con quién/ ni si te acuerdas.// No me abrazarás nunca como esa noche, nunca. / No volveré a tocarte. /No te veré morir”) y de otros grandes poemas de deseo y decepción, quedó situada, para el público mayoritario, del lado de la poesía amorosa. Pero Idea fue algo más. Para A. I. Larre Borges, amiga íntima: “lo político se introdujo sin grandes conmociones en su obra. En parte porque la atención a las injusticias estuvo presente desde el inicio, en parte porque los temas que el momento urgente hace ingresar a su poesía no alteran su sistema estético. Tampoco suponen el abandono de otras líneas temáticas, o la entrada a una poesía por etapas”. Vilariño recuerda de sus años de mayor compromiso político aquella imperiosa necesidad que la compelía a escribir: “En un país que vegetaba, o se pudría opacamente, y en un medio literario que seguía el mismo camino teníamos una tarea cultural convencional y alineada, pero necesaria y creadora, entre las manos”.

Olga nació en Toay, La Pampa y, ya mudada a Buenos Aires, se recibió de maestra. Muy joven ingresó al grupo Tercera Vanguardia al que pertenecía también Girondo, marido de Norah Lange con quien la poeta forjó una fuerte amistad y a quien describió como a una “excelente prosista, injustamente ignorada” (esto recuerda a las palabras de Eleonora Carrington sobre el papel asignado a la mujer en el surrealismo: “son las que les sirven el café a los surrealistas”, dijo la pintora).

Ganó, entre otros, el Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo y publicó en vida más de una docena de títulos. Desde lejos, Las muertes, Los juegos peligrosos y La oscuridad es otro sol fueron editados por Gonzalo Losada tras una enfática recomendación de R. Alberti que la incluía a ella y a E. Molina. Contó en una entrevista la poeta: “Losada era un amante de la poesía, se interesaba poco en que la editorial fuera un comercio. Cada libro que a él le interesaba se convertía en una flor para su ojal”. Recientemente Ediciones en Danza, otra editorial que, como la Losada de entonces, se preocupa mucho más por el arte poético que por las ventas, acaba de editar una antología de poemas de Orozco titulada El jardín imposible.

sábado, 7 de noviembre de 2009

Presentación "Espacios Naturales"


Bajo la luna / editorial invita a la presentación

de Espacios naturales,

de Paula Jiménez

a cargo de Teresa Arijón y Osvaldo Bossi

música: Lala y Pina González

Jueves 12 de noviembre a las 19hs.

Centro Cultural Ricardo Rojas
Av. Corrientes 2038


martes, 13 de octubre de 2009

Lucas



I

¿y hasta dónde es profundo el mar?
tanto como mirar una pupila
no se sabe a dónde llega ese agujero
al que van a parar las cosas que se miran
y se guardan en un cajón de arena
con torres y soldados escoltando
la fortuna, la nobleza de un castillo
que el agua no se lleva


II

profundo hasta donde imagino que no hay nada,
donde no puedo imaginar veo negrura
y movimiento viniendo de la orilla,
soy yo con mi traje de buzo, mis tanques de aire,
y vos estás ahí mientras yo nado, mentira,
no estás pero sabés que estoy moviendo
los brazos, las aletas del pez que quiero ser,
el tuyo en tu pecera, acuario que mirás
todos los días sentado en una silla


III

voy a gritar cuanto sea necesario voy a pararme
en tu mesa de luz sobre tus libros voy a bailar
pisando tus papeles y a estirar mis brazos
como si estuviera en el mar pero hacia arriba
señalando la lámpara el ventilador de techo
la terraza el campanario de la iglesia las palomas
y más arriba, más, donde nos miran
los muertos convertidos en estrellas


IV

a veces cuento estrellas de memoria
armo un mapa que cambia porque siempre
aparece alguna que no vi,
el cielo se olvidó de darle luz
o es chica todavía y va a crecer
plana y redonda para alumbrar de noche
todo el mar


V

yo quiero ir al mar y al espacio sideral
donde es de noche siempre
y el traje se infla y se desinfla
la cabeza escondida en su burbuja
mientras salto sobre un colchón de aire,
en plena elevación un astronauta
le da la mano a otro con blandura,
sin esta pesadez de unos ladrillos
tan firmes que podrían derrumbarse


VI

sueño con naves livianas como nubes
el fuego parte el aire igual a un rayo
multiplicado en un millón de chispas,
los colores refulgen esta noche
y las personas nos miran desde abajo,
nuestro cohete desaparece en el espacio
y se disipa entre todas las estrellas


VII

bajo el agua no soy gordo ni flaco
no tengo altura ni caigo sobre el fondo
lo mismo pasa adentro de la nave,
yo levito
me pongo mi escafandra mi antiparra
y nadie se da cuenta que te miro


VIII

arriba es todo igual pero me gusta,
si tengo sueño apago el velador
entra la luna en la cabina oscura
y clarea los contornos del volante
los botones del tablero las pantallas,
afuera los planetas siguen de largo
y se ven por la ventana


IX

toda la tierra es chica a comparar
con esta noche larga del espacio,
olas gigantes entran por los ojos
y el empujón voltea
en la parte profunda o en la orilla
si toco el suelo, el suelo
es siempre arena


X

infinita es la arena, no se gasta
aunque la usemos para hacer castillos
o el tiempo la convierta en piedra,
pedacito de estrella que se apaga
y mil años después cae a la tierra


XI

los faroles dan luz y el parabrisas curvo
nos permite una visión más amplia
si una orca se acerca la miramos
por el retrovisor del submarino
si un pez espada quiere abrir la puerta
la trabamos con candados especiales
si me canso de estar adentro salgo
a nadar como uno más pero no alcanza,
aunque sean mis amigos ellos tienen
un par de aletas y yo, patas de rana


XII

desde mi asiento escucho el ruido
de la lluvia celeste repicando
no quiero que se abolle ni se borre
la pintada que dice Apolo trece
por lo demás no tengo miedo
si hay vida hay marcianos
voy a darle la mano a uno
y retratarnos delante del cohete
para que vos escribas en el álbum
Lucas en Marte con su amigo verde.

domingo, 27 de septiembre de 2009

un poema en la Isla Jordán


Álamos plateados en el borde del río y cisnes negros llevados por el agua

de espaldas, arrastrados por el suave ondular de la corriente.

La ancha orilla es un mar de piedras blancas pisada solamente por los perros

que ladran al revuelo imprevisto de un pájaro. No hay nada más acá. Yo miro

y otra vez vuelvo a pensar en vos, como si hubieras vuelto en el paisaje

o como si el paisaje te trajera hasta mí, como un alivio

igual que trae los álamos.

martes, 15 de septiembre de 2009

otro adelanto de Espacios naturales (libro de muy, muy próxima publicación)




Hacia el viento


Aire irrepetible que llama al movimiento,
como pisar dos veces las arenas de un río.
Algo pende de la rama aquella, algo
idéntico al recuerdo
que barre la lluvia nuevamente.
En remolinos las hojas, la pinocha
las ramas que una acción desconocida ha vuelto trizas.
¿No existen responsables en el bosque?
quizá nosotras
por regresar a la frescura de los pinos, haber estado
en la humedad de la tierra,
volver, ¿quién sabe? Se oyen los pájaros,
se cuela como siempre entre los nidos
el mar sonoro.
Cerca, atravesando las casillas
la ruta gris nos arde en los pies, los pasos
que no haremos dos veces.

Con el atardecer, en bicicleta
por la ladera que rechaza la ascensión,
la gravedad repele nuestro esfuerzo
modesto de trepar
al llano oscuro. Veremos otra vez morir el día,
disolverse las horas, transformada
una cosa en su aparente opuesto.
Pero de este enfrentamiento nace el mundo
que multiplica y divide su camino.
Como los dos sentidos de la ruta,
así también nosotras
estamos avanzando hacia la noche,
extrañas que parecen
confiar más en la luna que en sí mismas.
Y cuando todo baja,
estrellas en las manos que resisten al sueño
buscando comprobar la realidad.

Andar a tientas,
pisando las raíces que se elevan
y se vuelven tramperas sobre el monte,
el ramerío seco
guardando en el arrullo de su empuje
el canto de las aves, el eco vibrante
de los grillos. En este bosque
la maldición separa a las personas
como un abrir de pétalos.
Un pimpollo abandona
su gesto ensimismado, el excesivo
cuidado de la luz y del oxígeno. El centro
estalla donde el bosque estalla
y es el amor humano
el resplandor
que los ojos refractan y convierten
en su punto de mayor oscuridad.

En la fuga del camino el sol nos ciega,
la tarde es plena, indeclinable
un recorrido
infinito nos atrapa, cierto oasis
de futuro continuo. Sucede así en la ruta,
porque al mirar hacia delante nada
parece tener fin,
si acaso fuese el mar que va y que viene
todo sería distinto.
La caída del sol sobre la playa
alarga las sombras de las cosas
que permanecen en el mismo sitio.
En cambio en el camino
nadie en el mundo,
ni vos ni yo, ni las casas están quietas
y en conjunto avanzamos
hacia el fondo variable.
Pero de pronto algo
cae compacto, parejo, sin errores,
no queda un resto fuera de este frío.

¿A dónde estás? Parece
que se pierde mi voz entre los árboles,
más gritan los pichones metidos en sus casas
o el mar que siempre vuelve. No,
el mar suena en la gente
como un clamor constante, en cambio
en esta voz que te pregunta
se escucha intermitencia, altisonancia,
la variación más débil. Las palabras ignoran
el curso inapelable, progresivo,
que si la lluvia cae, aún si gira
un huracán dentro del bosque,
su fuerza individual, devastadora
es condición también de una rutina
furtiva entre las rocas.
No es más que eso la vida.
¿A dónde estás? Pateo
las ramas desprolijas, el desparramo es obra
de los años y de la tenue brisa transformada.
La pelea de otros
decide el territorio y no aprendemos,
imposible parece rendirnos ante el bosque,
el viento, o lo que sea que nos lleva.

domingo, 6 de septiembre de 2009

Aniversario


Tinta Rojas
Por Paula Jiménez
Para Las 12


“Como fui una de las encargadas de poner en marcha el Rojas, mis recuerdos son un poco subjetivos. En la primera reunión que tuvimos, donde había que delinear un plan de acción, la sensación que flotaba en el ambiente, aunque ninguno de los que estaban allí lo dijo explícitamente, era que había que pensar actividades que desde el vamos marcaran época”, dice Tamara Kamenszain, quien fuera nombrada Directora de Actividades Extracurriculares del Centro Cultural Rojas durante la gestión de Lucio Schwarzberg, hace 25 años. Y los principios que regirían aquella época estaban en el aire y había que darles forma concreta en espacios públicos como este, que abría sus puertas a lo alternativo y se proponía albergar las novedosas expresiones artísticas del renacimiento democrático. Las sucesivas decisiones sobre la política cultural del Rojas fueron delineando un modo más participativo y descontracturado. Así se fueron dejando atrás los años de dictadura, en cuyos finales, sin embargo, sigilosa, pero valientemente, había comenzado a esbozarse un camino de expresión y de escape a la represión cultural instalada por el proceso. Para la poesía resultaron nodales aquellos años y sentaron las bases de un movimiento que iría tomando variadas formas a lo largo de este cuarto de siglo. La poeta Diana Bellessi, quien acaba de publicar Tener lo que se tiene, libro que reúne toda su obra escrita y editada, mayormente, durante estas dos décadas y media, dice: “La poesía enfrentó a la dictadura y su vaciamiento cultural con frágiles pero fuertes hilos de contacto personal que le permitieron mantener vivas ediciones de revistas y libros en baja tirada, al igual que recitales esporádicos que dejaban avizorar la producción contemporánea de entonces. Esas experiencias crearon un suelo fértil que le dio vigor a lo que ahora es una tradición fuertemente asentada. Y es sobre este suelo que el Rojas abrió sus puertas acompañado, a su vez, por una miríada de otros lugares”. La expansión y efervescencia creativa de los albores democráticos simbolizaron el nacimiento de una época y contribuyeron a visibilizar lo que ya se venía gestando en medio de la adversidad de la dictadura. Aquellas nuevas voces comenzaban a ahuecar públicamente la dura pared de una verdad social impuesta por el rigor. Más tarde, la poesía pudo apropiarse de espacios institucionales como el del Rojas, que actuaron para ella como soporte material. La celebrada exteriorización y socialización de la actividad poética en los primeros ciclos de poesía aportó lo suyo. Tamara Kamenszain recuerda: “Primero estuvo el ciclo “Lengua Sucia” coordinado por Daniel Molina que, como su nombre lo indica, apuntaba a ensuciar el panorama limpito de la lengua poética imperante, y después “La voz del erizo”, a cargo de Delfina Muschietti, que inauguró la sana costumbre de mezclar figuras consolidadas con nombres desconocidos dentro de la poesía. Fue la gran pegada, porque eso permitió empezar a confrontar estéticas. Ahí lo nuevo empezó a ensuciar a lo viejo y el enchastre resultó exitoso (creo que el Rojas mismo puede entenderse como un dispositivo que vino a enchastrar un poco la sacralizada escena artística que dejó la dictadura)”. A partir de ese momento queda a la vista la poesía como expresión de diversidad en el decir y como cuerpo discursivo irrespetuoso, de imprevisibles derivaciones. Diana Bellessi describe aquél tiempo como de una “algarabía, un torrente desatado después de años de mordaza”. Y dice: “Como si no importara mucho la plusvalía de la firma personal, sino la producción en conjunto para que las voces personales se oyeran otra vez; la bienvenida a la invención, el interés, el asombro, la contaminación general. Recuerdo “La voz del erizo”, allí eran invitados a leer juntos poetas de varias generaciones, por lo que podías escuchar a los maestros, a tus coetáneos y a los jóvenes que venían detrás. Esto es parte del poder de la poesía, saludar a los que vienen, aprender de ellos y saber que nadie tiene la corona. También viene a mi memoria una mesa cuyo emblema era “La pregunta por la escritura femenina”, lleno total y desde la platea vociferábamos salvaje y alegremente, Susana Villalba, María Moreno y algunas otras acompañando a Mercedes Roffé que, en el panel, se peleaba con Nicolás Rosa…”. Y dentro de los recuerdos de esos años, hay otro que Bellessi guarda en común con Kamenszain: “Compartí una mesa de “Los que conocieron a”, en homenaje a Alejandra Pizarnik, entre otros con Susana Thénon; sus anécdotas, desopilantes y maravillosas, aún resuenan en mi cabeza; y fue en esa oportunidad que Batato Barea, desde la audiencia, y por primera vez, creo, dijo los poemas de Alejandra”. Para Kamenszain aquel momento inolvidable, el de la aparición sorpresiva de un tímido Batato adolescente en la escena pública literaria, fue indicativo de que “la suerte ya estaba echada: el Rojas estaba listo para pasar a ser el referente privilegiado de los jóvenes artistas en todas las áreas”. Y así fue. Esta referencia que el Rojas, como institución, supo percibir se multiplicó en los años posteriores. Y el mapa mercuriano de la poesía y del arte en general continuó expandiéndose en múltiples direcciones, produciendo un efecto de descentralización. Aquel espíritu participativo y de creciente diversidad de comienzos de los ’80 aún continúa propagándose. Con él las múltiples posibilidades de producción, edición y expresión pública siguen reproduciéndose y es a través de esta mecánica que la poesía ha ido conquistando un lugar cada vez más visible en nuestra sociedad durante estos años. De todas maneras, el camino trazado por la poesía argentina en estas dos décadas no es evolutivo ni lineal como no lo es, tampoco, el modo de concebirse a sí misma. “Creo que entre la poesía de los 80 y la de los 90 – dice Tamara Kamenszain - la ruptura tiene que ver con un distanciamiento que se agudiza en cuanto a cómo se concibe “lo literario”. Cada vez más se ve un querer sacarse de encima esa premisa o, como lo enuncia Josefina Ludmer, está ese proceso que ella llama post-autónomo, donde la autonomía de la literatura prácticamente se disuelve y no quedan parámetros muy claros para determinar si una obra es literaria o no. Lo que sucede en estas obras es que intentan una mayor aproximación a lo real, no en el sentido simbólico en que lo harían las corrientes del realismo, sino en el sentido de despojarse de parámetros tradicionalmente aliados de lo literario, como la metáfora, entre otros”. En su libro de ensayos La boca del testimonio, Tamara Kamenszain señala las voces de Martín Gambarotta, Washington Cucurto y Roberta Iannamico como algunas de las más destacables de la pasada década. Bellessi no enfatiza especialmente una ruptura entre los 80 y 90, sino que la considera como parte de un proceso más amplio, una suerte de metamorfosis que no termina y en la que se incluyen también las transformaciones operadas en la poética de los 2000, dice: “Creo que hubo ruptura con la tradición de ruptura, como la nominó Octavio Paz, o sea con las vanguardias europeas del siglo diecinueve y veinte. Y este es un gran momento que dura ya, en su constante transformación, más de veinte años. En este nuevo hacer el juego entre tradición y ruptura ha ido apareciendo una interesante variedad en la poesía argentina, y esto afecta la obra de autores, no de una, sino de varias generaciones que están produciendo simultáneamente. La vara de lo que “hay que hacer” ha caído, dando lugar a múltiples búsquedas personales que habilitan, a su vez, confluencias inesperadas”. Junto a Bellessi, se podría decir que el inicio de este proceso que lleva más de veinte años y por el cual “la vara de lo que hay que hacer ha caído”, incluye también el nacimiento del Rojas. Su emergencia - en el sentido de lo que surge y de la necesidad que debe ser atendida de modo impostergable – orienta sobre lo que precisaba ser “encarnado” a comienzos de los ’80 y que contuvo la marca institucional que Kamenszain imaginó y que, 25 años después, puede ser reconocida como un punto de partida.

lunes, 24 de agosto de 2009

La memoria de un sonido





Entrevista a Lucrecia Martel
Por Paula Jiménez


En una entrevista decís: “Podríamos discutir si el lenguaje sirve realmente para la comunicación o si en realidad lo utilizamos para encubrirla”…

Sí. Me parece a mí que en nuestra educación hay una visión muy simplificada de todo lo que significa el lenguaje, o el habla en realidad, ya que la función que prevalece para esta cultura parece ser la del sentido. Y el sentido significa la precisión, el éxito de la comunicación. Pero en verdad, todas las funciones que cumple el lenguaje son mucho más complejas que esa, la exceden por completo y envuelven un montón de otras cosas en su mayoría emocionales, no traducibles en significados e imposibles de referir. Es toda esa parte la que me resulta más atractiva a mí, y me parece que a la mayoría de la gente. El lenguaje significativo está en muy pocos minutos de nuestra vida, el resto del día lo que nos rodea es otra cosa.

John Berger dice: Si a un escritor no lo mueve el deseo de la mayor precisión verbal posible se le escapa la verdadera ambigüedad de los acontecimientos...

A mí, los diálogos me resultan la parte más delicada de escribir y dirigir una película. Me tomo muchísimo trabajo, justamente por eso, el esfuerzo es preciso, pero intento evitar esa apariencia de precisión y efectividad que no tiene en verdad el lenguaje, o la tiene pocos segundos al día. Cuando hablo del lenguaje pienso en el habla que es el sonido. Y cuando está involucrado el sonido, es ahí donde se vuelve mucho más exquisita la situación, porque el sonido es continuo y es absolutamente físico. Es en el punto del sonido donde se une la lengua con el aspecto físico, entonces para mí la particularidad de los diálogos está en algo distinto a la expresión. El extraño hecho de que uno escribe algo que tiene la complejidad y rareza de lo que luego se expresará en sonido a través del cuerpo, es un enorme esfuerzo condenado al fracaso. Ese esfuerzo va a fallar y solamente se va a volver a transformar cuando el actor lo diga y luego, sobre eso, voy a corregir con la memoria de lo que escuché, no con la memoria de lo que escribí. Por eso lo que me interesa del cine o de la narrativa, está muy ligado al sonido en ese sentido. Es la memoria de un sonido que uno transforma en escritura para que se vuelva otra vez a transformar. Es un mecanismo de pura entropía y lo que desesperadamente busco es recuperar esa cosa inasible, física, ambigua, que es el cuerpo que habla. El cuerpo que emite sonido hacia otro al que intenta acercarse.

Volviendo a Berger, él dice que la credibilidad en el arte proviene de un reconocimiento mudo del misterio. Y en tus películas se vislumbra algo así, en ellas la cosa no está del todo dicha…

Eso, creo, es producto de un milagro a cerca de cómo una está en el set en el momento de la filmación, más allá de cómo sea exactamente el guión. Hay una cosa difícil de explicar: vos escribiste el guión, elegiste a los actores, a la gente del equipo, viste los lugares antes, desechaste un montón, tomaste mil decisiones que tamizaron las infinitas posibilidades de la realidad y dejaron sólo algunas que son las que tenés adelante cuando vas a filmar y, sin embargo, en el momento en que todo eso se pone en funcionamiento, hay algo muy profundo que querés saber y que no sabés. Algo que, probablemente, no sepas nunca sobre todo eso que está hecho ahí. Esto es difícil de explicar porque vos sos la gestora de ese artificio y, sin embargo, todo eso genera otra cosa sobre la que no tenés ninguna certeza, sino más bien una enorme curiosidad. Pero si uno no mantiene esa actitud en el set, pierde lo más importante de hacer cine. El sentido que tiene para mí realizar una película es el de poner delante mío algo que me permita descubrir otra cosa. Hay como una exaltación del cine, unas ansias de hacer con lo que vaya apareciendo - que no critico- , pero mi modo es elegir hasta la última cosa que aparece en la pantalla, aunque no con el ánimo de ser indicativa sino porque creo que por esa combinatoria de cosas elegidas quizás aparezca el espectro de otra inesperada.

Muchas veces, en tus películas, imagen y sonido mantienen una relación indirecta, o paralela, se produce un encuentro un tanto extraño entre estos elementos. Esto genera una sensación de cierta complejidad perceptiva para el espectador. Es como si el argumento se hubiera desplazado, o estuviera corriendo por un lugar inasible a simple vista.

En general el sonido en las películas es demostrativo de lo que ya estás viendo, esto se debe a una mala comprensión. El sonido para mí genera un fluido que hace presente muchas cosas no inmediatas. La fuerza técnica de esto es que, si vos estás filmando a alguien en un plano corto y se escucha el motor de la heladera, o la pava, no hace falta panear por la cocina para reconocer donde está el personaje. El lugar está presente no sólo en tu cabeza sino en todo tu cuerpo, esa es la fuerza del sonido. Hay muchas imágenes que genera el sonido que no están a la vista en la película y eso va envolviendo al espectador.

En “La mujer sin cabeza”, en el momento en que Verónica le dice al primo “creo que maté a alguien”, él gira y en su cuello se ve la marca de un beso que evoca la infidelidad de ambos, el engaño, y la escena que le vuelve al espectador a la memoria es la de ellos dos juntos. Lo que se puede observar ahí es como una superposición de tiempos…

Hay una cosa que tiene el habla que es muy interesante respecto del tiempo. Cuando alguien habla puede usar los verbos en presente, pasado o futuro, esa propiedad temporal que tienen las palabras, genera, para mí, la disolución de la idea del desplazamiento cronológico consecutivo. Si yo estoy acá y cuento algo que a vos te importe del pasado, ese pasado nos va a empezar a agobiar y las emociones de esa escena también. Esa idea física de que cuando hay una cosa no hay otra, se destruye con el lenguaje. Volviendo al beso en el cuello del personaje, esa es una huella clarísima de una escena pasada en la película que se va a hacer presente en el espectador.

Llama la atención de tus películas, con respecto al vestuario y las ambientaciones, e incluso con ciertos modismos del lenguaje, la atemporalidad. Aunque reconozcamos una época, esta época puede abarcar un período de 20 años o más, finales de los ‘80 a 2000.

Yo creo que estoy haciendo el cine que no se pudo hacer en los ’80, por eso no me siento nada moderna. En esos años no se podía expresar demasiado lo que estaba sucediendo, era el final de la dictadura y los primeros tiempos en democracia. A mí me parece que nuestra época está tan afectada por ese pasado que hay cosas que es mejor verlas casi como superpuestas que tratar de separarlas. Por ejemplo, el mecanismo de disolver la responsabilidad, en una familia o en una clase social, era algo alevoso durante la dictadura, pero también lo es hoy y de una manera más sofisticada y aceptada. Tiene que ver con una idea de mal en el tiempo. Un terremoto en 15 minutos puede destruir una ciudad, pero también la pobreza la puede destruir en 20 años, con la misma violencia. Si vos ves una ciudad que acaba de sufrir una catástrofe climática, se parece muchísimo a una abandonada. Entonces, al mal inmediato, al del disparo, al daño perceptible en un lapso corto lo podemos evaluar y juzgar, pero cuando se extiende en el tiempo parece que fuera imposible encontrar responsabilidades y víctimas. Sobre la dictadura, cuya violencia fue aplicada de un modo directo, extremo, emulable a una catástrofe, hay cosas que sí podemos pensar, podemos decir “esto destruyó gente”, pero a este sistema que destruye en un período más largo de tiempo no lo vemos como un sistema asesino. Claro, ¿cómo decir en este país que la democracia es asesina si estamos a penas tratando de defenderla para que más o menos se fortalezca? No se puede decir algo así, pero, sin embargo, este sistema, en otra escala de tiempo, también es absolutamente injusto. ¿Cómo se disuelve hoy la responsabilidad sobre la muerte, el dolor? Si vos querés acercar esos mundos, una especie de acronismo sirve porque ya no importa la precisión; ese acronismo te permite flotar en esa situación, lo que pasa es que tenés que medirlo bien y armar una cosa compleja que te permita abordar tres décadas.

Cuándo, al final de La mujer sin cabeza, Verónica pregunta por la habitación 818 ocupada en el fin de semana de la tormenta y la empleada del hotel no encuentra registro, una podría interpretar, por ejemplo, que su primo hizo desaparecer las pruebas de haber estado ahí con ella. Como si flotara en la atmósfera ese sistema de valores y el encubrimiento y la desaparición de las pruebas formaran parte de esa idiosincrasia, o de la idiosincrasia de cierta clase social.

Es como si borrar las pruebas de una pequeña infidelidad permitiera borrar las de un crimen, o a la inversa. Borrar es borrar. Desresponsabilizarte, negar algo en lo que has tenido una importante parte, es también hacer un agujero en tu vida, no es solamente negar un hecho. Se va creando un agujero negro que se va comiendo un período enorme. Es como las parejas que deciden no verse nunca más y tienen un gran resentimiento; yo creo que jamás podría ir por ese camino, debido al terror que me da que desaparezca una parte de mi vida. Porque si vos negás mucho a alguien, por odio o por lo que sea, eso empieza lentamente a erosionar y un día no te vas a acordar de nada de esa época. Solamente para no recordar a esa persona vas a tener que borrar viajes, ¡tantas cosas vas a tener que hacer desaparecer! Cuando estábamos filmando “La mujer sin cabeza”, a una de las actrices, de mi misma generación, le había pasado algo con su hija y ella trató de acordarse de cómo era ella misma cuando tenía la edad de la chica, pero no recordaba porque aquél había sido un período de mucha negación y terminó olvidándose de sus propios recuerdos. Hay cosas que tomamos muy livianamente y que al final significan la muerte para uno. Es lo mismo que pasa con la felicidad. Tenemos una idea muy miserable de la felicidad, excluyente. La felicidad de la clase media – alta implica, tal como están las cosas, la infelicidad de un montón de gente. Esa es una cosa horrible de aceptar y podemos pasar la vida negando esto. Pero hay una conciencia íntima y profunda, que nunca se termina de atontar y que le hace saber a cualquiera, hasta al más cretino, que existió siempre otra posibilidad de la felicidad, una felicidad para todos. Una felicidad por la que no te avergonzarías de la propia dicha porque sería también la de los demás. Pero esa no fue la que elegimos. Nosotros nos conformamos con una felicidad medio chicona, miserable, como te decía antes. Reconocernos en esta clase de felicidad, hace que la alegría de la propia vida disminuya. Cuando uno niega algo, eso crece. Es un monstruo que se agranda en cuanto vos decidiste abandonarlo y hacer como que no existe.

En “La niña santa” hay una especie de duplicación que se repite en varios momentos de la película. Aparece Graciela Borges con los auriculares diciendo mamá, mamá, y después el personaje de Mercedes Morán, en una escena casi idéntica. La cuestión de los hermanos mellizos que se esperan hace eco en la relación entre Helena y su hermano, el personaje de Urdapilleta. También sobre el final el personaje de Julieta Zilberberg le dice a su amiga: “siempre te voy a cuidar porque soy tu hermana”. Eso para nombrarte algunos lugares que recuerdo donde observé esto que me hace pensar en la paranoia crítica del surrealismo, donde un elemento en un cuadro se refleja en otro que más lejos repite ese contorno casi idéntico…

No lo había notado. Pero lo que yo creo que se dan mucho, y que a mí me divierte, son los personajes compuestos por más de un sujeto. Una vez en un curso en Costa Rica, un chico trajo un audio de tres hermanas, tías o abuelas de él, que le daban consejos sobre el matrimonio. Funcionaban como un personaje de tres cabezas, como una unidad de intención. Eso pasa muchísimo, necesitás de otro que termine de darte la figura.

En La ciénaga el personaje de Gregorio dice en un momento en que se está secando el pelo, algo así como “Fíjense lo que se lleva Isabel”, como si cuidar fuera enunciar un peligro que en el fondo no se reconoce como peligro, como si se cumpliera con la pantomima del cuidado, pero no con el cuidado en sí. Creo que, en general, en tus películas no aparecen adultos capaces de velar por otro, o por una criatura por ejemplo.

La condición de adulto es así vista en una escala de tiempo de 70, 80 años, pero me parece que nuestra sensación de desprotección y abandono es enorme. Damos por hecho que el rol del cuidador debe ser cumplido por un adulto, pero es tan difícil, porque la vida te deja siempre, en el fondo, en una situación de niño desprotegido. Cuando uno se empieza a dar cuenta que los padres de uno están tan abandonados como uno, empezás a aterrorizarte, te preguntás: ¿acá quién es el que cuida? Yo no estoy haciendo ninguna observación acerca de si cumplimos o no con nuestras responsabilidades de adultos, sino que mis preocupaciones son más en torno a la existencia humana en donde la vida adulta y la infancia están muy cercanas entre sí. En “La niña santa”, claramente, los personajes adultos eran como chicos jugando. Creo que eso es lo que pasa. Cuando uno es adulto lo que hacés son un montón de gestos que te parecen que son adecuados a tu edad, pero en el fondo son imitativos de algo. En “La niña santa”, el hermano de Helena, por ejemplo, que en verdad era un inútil que no tenía trabajo, ni hacía nada claro, estaba siempre mirando la hora, muy preocupado por una cosa que verdaderamente no cuenta en su vida y que es el tiempo. Muchísimas veces notás en ámbitos muy serios una gran mala actuación en torno al rol del adulto. Como actores que no saben actuar.

¿Qué relación hay para vos entre la infancia y el terror?

Me parece que hay un terror que es sumamente positivo y uno destructivo. Un chico que se va a esconder cuando siente que el padre abre la puerta, no experimenta un terror muy constructivo. Más bien este lo aplasta, lo achica, pero hay otro terror que amplía el universo, que lo vuelve más complejo. Los chicos tienen mucha habilidad para ese tipo de terror: el de las puertas secretas, los rincones. En la naturaleza indefinida de las cosas - eso que a medida que uno crece va intentando fijar y determinar, para obtener dominio -, en su ambigüedad, en esa cosa imprecisa, hay una potencia del universo que después vamos perdiendo. Esa visión adulta clasificatoria, esclarecedora, con que se trata de contener al niño y sacarlo del miedo, creo que es errónea también. Deberíamos encontrar otra forma de desarticular esos terrores, no racionalizándolos sino transformándolos en otra cosa. A mí me gustaría escribir cuentos de terror, hacer algo sobre eso, sobre huellas, rastros en las cosas cotidianas que confirman la presencia de fantástico.

sábado, 8 de agosto de 2009

coplerita desde Tilcara



entera en la quebrada
como está entero todo
incluso lo partido



y sola en la quebrada
acompañada
de la gigante abrazada de los serros
asiendo los caminos



la madre luna cae
sobre los picos
pincha su redondez, su completud


y se derrama



en ramas
secas, pájaros de colores, pastores
y rebaños



¿cómo podría haber daño
con tanto generoso
vertirse en lo que ampara?


llena de sombras
de cáctus y de momias, la vida
en la montaña



****





cuando vea los siete
colores en el serro
el número divino

cuando vea el continuo
seguir en diferencias
cromáticas, estáticas

y vea lo posible e imagine
que casi todo puede
transformarse

recordaré que hoy
ya lo sabía, que el corazón
refleja su latido en el afuera

que es espejo que empaña
y que se empaña, y es gososo
y pasajero su aliento sobre el vidrio

martes, 4 de agosto de 2009

Un poema




Praia dos indios



El tiempo parece detenerse
porque la luz es plena,
las sombras no se alargan,
y el mar
se ha retraído esta mañana
y permanece ahí,
lejos de todo.
Ni un ápice de viento
sacude las palmeras.
Abajo, entre la costa
y las hamacas
un vendedor camina,
el blanco pantalón arremangado
descubre sus pies gruesos.
No hay clientes aún.
Duermen o desayunan
en hoteles ruidosos.
El vendedor
pisa la arena ardiente
y agita con su andar un monedero.
No se escucha otra cosa
en este balneario, porque el mar
que en otras costas ruge
acá es silente,
planchado como un lago.
Entro en él. Quisiera
llegar donde una barca que ancló ayer
se balancea
y reverbera en el agua cristalina.
Detrás, avanza un botecito
con niños pescadores.
Uno de ellos,
igual que si danzara,
mueve sus brazos flacos
y de sus manos caen
los hilos de una red.
Podría, indefinidamente,
mirarlo en la secuencia de su baile,
la tanza plateada
que bajo el sol va y viene.
Pero nado,
nado plácidamente,
demorada en el círculo que trazan mis brazadas.
Nado por la esmeralda
que otorga la mañana en la bahía
y discurro también.

viernes, 31 de julio de 2009

Motos y reinas


Motos y reinas
Consuelo Fraga
Ediciones en danza
2009


Se parecen en esa imparidad que las distingue, que fuerza nuestra mirada de pobres mortales hacia su agraciado y solitario deslizar sobre una ruta o una pasarela. Por otra parte: ¿se puede estar más sola en este mundo que teniendo dos ruedas y un único asiento o una corona ridícula en la cabeza? Motos y reinas encarnan el lugar de lo distinto, de lo que pasa afuera. Consuelo Fraga, motociclista de pura cepa y autora de este libro, abreva estos símbolos pop para crear una suerte de road poetry, con título nobiliario y todo.
La moto con su fuerza, agresividad y demás atributos yang se sitúa para el imaginario colectivo del lado masculino y la reina del otro, claro está, no sólo por ser reina y no rey, sino porque en sí misma, aun si fuese hombre, enviste un desgraciado prototipo femenino. En el poema “¿Sabe inflar una bicicleta?”, Fraga remata como una reina con estos versos: “En algún momento supe/ después siempre me la inflaron”. Ironiza así sobre esta mujer que sabe, pero niega y olvida. La estrategia es la de siempre: volverse inútil, inmolarse por el orgullo de los padres o la mirada opresora del poder: “Tema y tiemble me dijo/ desde tan cerca que pude oler/ su almuerzo entero/ (...) Temo y tiemblo: / esa es la gente que decide”. La moto, en cambio, no sólo se juega en la calle y en la ruta como buena machaza, sino que además se muestra encantadora para los hombres (a veces más que la pétrea ganadora de un concurso de belleza, quién suele suscitar contemplación estética y nunca pasión descontrolada). Fraga poetiza una anécdota en la que el conductor de un auto primero piropeó a su máquina Goldwing y después le pidió casamiento a ella. El género que ambos tópicos –motos y reinas– representan, como el celeste y el rosa arbitrariamente repartidos entre nene y nena, se resignifica en estos poemas. Y hasta el modo de ser dichos podría juzgarse más cercano a una lírica de la calle o del pueblo que a otros, falsamente adjudicados a cierta feminización de la escritura. Con versos como: “En el costado del asiento un tajo/ como una herida que no se arregla con costura”, la autora se proyecta en un elemento tradicionalmente concedido al universo masculino, para el cual moto y mujer no han creado una relación recíproca sino intermediada: las chicas somos mayormente acompañantes y vamos atrás, abrazadas a un señor de campera de cuero. Fraga, que arranca sentada ahí, pasa al volante y toma la delantera. Es que, especialista en mostrarnos el otro lado de la cuestión y hacer luz de la sombra, esta poeta goza traspasando umbrales. En ¡Nos salvamos con la nena! dice: “¡Las mangas largas.../ para taparse la picada de las venas”.
Ruta y pasarela, como metáforas de la vida, ubican al sujeto en una doble vertiente: la del andar lineal, genuino y dirigido, y la del desfile, de gesto impostado, como en una actuación ante los otros. Quizás sean dos aspectos de lo mismo y la complejidad de este avance que parece inexorable se sostenga por el férreo y puro deseo de seguir, porque, como dice Fraga en Estas preciosas señoritas: “Me haría retroceder/ únicamente una desgracia// por ejemplo en el piso/ una cáscara de banana”.

miércoles, 22 de julio de 2009

Oro nestas piedras



El miércoles 29 de julio a las 19 hs, se proyectará Oro nestas piedras, documental sobre el poeta sanjuanino Jorge Leonidas Escudero.
Dirigido por Cristián Costantini, Leandro Listorti, Claudia Prado.
Sala Raúl González Tuñon del Centro Cultural de la Cooperación (CCC). Av. Corrientes 1543. Entrada libre y gratuita


Y hora no te alcanza la palabra

para decir las uvas están verdes

sinoque quisieras morirte.

Y si gritaras eso hacia la Cordillera

los guanacos dispararían asustados;

y acaso algún amigo desos viejos allá,

levantaría las cejas incrédulo:

¿cómosos el mismo firme que ayer

buscaba oro nestas piedras?

–diría-, no

puede ser él tiene que ser

quejas del viento.



Jorge Leonidas Escudero



Oro nestas piedras es un documental sobre el poeta sanjuanino Jorge Leonidas Escudero. Su voz -hablando y leyendo- es el hilo que reúne la experiencia como buscador de oro en las montañas sanjuaninas, el entusiasmo por los juegos de azar, la poesía, la naturaleza.
El jugador pierde, sin embargo insiste. Quedan los poemas, la amistad y el humor, la celebración de la palabra hablada.

Cámara: Leandro Listorti, Leticia El Halli Obeid
Música: Santiago Arias, Andrés Hayes, Tomás Lebrero, Jano Seitún
Sonido: Luciano Fusetti
Diseño: Julieta Rocco

viernes, 17 de julio de 2009

Amaicha del valle



Por las rutas arenosas los vi proliferar. Anchos, altos, ínfimos o desmesurados, los cactus iban configurando un pasiaje que me producía tranquilidad y desasosiego al mismo tiempo, como si esa sed que me volvía pesimista, me homologara a su entorno quieto y árido en el cual ya me quedaba poco por perder. Entonces los cactus me hablaban. Me resultaban elocuentes sus espinas, activas defensoras de una humedad interna, del reservorio necesario para una vida en sociedad. La intensa luz que daba de plano sobre los caminos, los escasos árboles aparecidos cerca de una casa, las piedras que no sabían perdonar mis pisadas sin cálculo, el descenso, eran el mundo donde la tuna pendía de la planta y castigaba con cientos de minúsculos pinchazos, al querer arrancarla, mi mano ingenua.

sábado, 11 de julio de 2009

Cabecita loca


Viernes, 10 de Julio de 2009
SUPLEMENTO SOY

GABRIELA CABEZON CAMARA

En su primera novela, La Virgen Cabeza, Gabriela Cabezón Cámara relata la historia de amor entre Qüity, una cronista de policiales, y Cleopatra, una travesti que se comunica con la Virgen. Aquí relata cómo planeó la escritura de este viaje desorbitado por fuera de lo normal y lo esperable.

Por Paula Jiménez

En tu novela presentás una familia muy funcional, llena de amor... y también bastante atípica...

—Bueno, muchas familias como la de mi novela, formadas por mujeres biológicas y travestis, no hay. En este caso la familia no se constituye por un mandato sino por puro amor. Una chica heterosexual del conurbano que como única meta atina a casarse no está bueno, pero que a estos personajes, a quienes ni siquiera se les ocurrió que les pudiera suceder, de golpe les pase, lo deseen... eso es lindo, ¿no? El hijito, Kevin, con quien arman esta familia, no tiene lazo de sangre con sus madres. El gancho afectivo no tiene por qué estar determinado por la sangre, ni por el matrimonio heterosexual, como lo demuestran todas las personas del colectivo Glttbi que han adoptado hijos.

¿Qué implica contar una historia de amor entre una travesti y una lesbiana?

—Implica una declaración sobre la elección: no hay ningún mandato de cómo deben ser las sexualidades. Así como las mujeres no estamos obligadas a coger con hombres, las travestis tampoco. Me parece que todos podemos hacer lo que se nos dé la gana y que el abanico de posibilidades es muy amplio, incluso más de lo que tradicionalmente se reclama en el movimiento Glttbi, porque no hay ningún reclamo de parte de una pareja formada entre travestis y travestis lesbianas (que si bien sabemos de pocos casos, seguramente debe haber muchos más). Implica, entonces, desarmar una vez más la heteronormatividad.

Hay una escena muy impresionante: irrumpe en la autopista una chica a la que han prendido fuego y Qüity, la protagonista, decide una espontánea “eutanasia”. Toda la novela parece construida alrededor de cómo dar alivio al sufrimiento de los otros. ¿Eso te preocupa mucho?

—Es que el sufrimiento de los otros también es propio, si no, estás muy alienada. El caso particular de las mujeres esclavizadas en función de la prostitución me preocupa. Y que el Estado y la mayor parte de los organismos de derechos humanos no hagan nada es tremendo. En la novela, el personaje se va a vivir a una villa, donde hay lazos comunitarios y eso es necesario para la vida.

¿Hay una visión idealizada de la villa?

—La protagonista se ve completamente seducida por esos lazos y esa alegría de vivir sin miedo y confiando en el otro más inmediato. Más o menos tranquila, dentro de ciertos parámetros, claro. Pero es un personaje que no pierde conciencia de que si esa masa de excluidos se sustrae a su lugar en el funcionamiento de la economía del conurbano bonaerense, algo les va a pasar. Porque si los pibes chorros no roban, ocurren dos cosas: una es que las agencias de seguridad tienen menos trabajo y otra es que cuando la policía libera zonas lo hace para que roben estos chicos y me permito inferir, entonces, que alguna ganancia obtiene y la perdería. Los dealers también se ven perjudicados si los chicos dejan de consumir drogas. Y todos hacen menos caja si los excluidos se corren del lugar que ocupan en ese engranaje. La protagonista no pierde de vista que algo puede pasar. Ningún personaje lo ignora, salvo Cleopatra, la travesti, que tiene fe religiosa y cree que Dios la va a ayudar. Porque ella no tiene en cuenta que un dios que deja que torturen a su propio hijo no es un personaje para confiar mucho.

¿Qué lugar ocupa la Virgen en esta especie de religión casera que vas construyendo?

—La Virgen es un personaje muy lateral en la historia evangélica y en la historia bíblica. La Iglesia le empezó a rendir culto oficialmente unos siglos después de constituirse como tal. No forma parte de la Santísima Trinidad, no es Dios, sino un objeto suyo: su incubadora. No tiene voz, no dice nada en todos los evangelios, excepto alguna huevada, como el momento en que le pide a Cristo que les dé bola a ella y a sus otros hijos y él le responde que todos son sus hermanos en Dios, y prácticamente la ignora. Es una mujer sin voz en la historia de los Evangelios, y me parece que una mujer sin voz es una oprimida, y sin duda tiene que estar del lado de los oprimidos. Claro que la Virgen legitimada por la Iglesia es otra, es esposa y madre, es lo que para ellos debiera ser una mujer y por supuesto salta para defender a sus maridos: Dios, el Papa, el Espíritu Santo.

Paradójicamente, parecería que hay correspondencia entre la liturgia y el travestismo...

—¡La escena religiosa es tan barroca! ¿Viste los obispos cómo se visten? Como un arbolito de Navidad. Son locas con tradición y prosapia. Y yo no vi ninguna loca que saliera a la calle vestida como un obispo, con esos sombreritos bordados y esos chales dorados y violetas. El ejército también es así. No digo que las travestis tengan que ver con la Iglesia o los milicos, para nada, sino que lo que en una travesti está mal visto en un coronel, disfrazadísimo con sus medallitas y sus botitas lustradas y caminando de una manera tan pautada como una modela en una pasarela, es aceptado. Todo depende de quién lo haga. Los Cristos esos de las iglesias mexicanas, por ejemplo, que tienen pelucas y usan unos taparrabos bordadísimos de colores, son travestis. Los mexicanos tienen una afición al travestismo. Esa escultura que llaman El ángel es doradísima y tiene un par de tetas bastante grandes para ser un ángel: es una Niké (una Victoria griega).

La mezcla de culturas en tu novela, ¿puede pensarse también como una apuesta queer?

—Sí. La diferencia entre la alta y la baja cultura está disuelta. Esto puede considerarse como una apuesta de lo que una quisiera que sucediera con las identidades en la sociedad. Que se mezcle la travesti con el presidente de la nación, no en una relación prostibularia sino en una igualitaria, en un ámbito público, por ejemplo. Que cada uno se mezcle con lo que le dé las ganas de mezclarse.

¿Ves muy lejos ese momento?

—Sí y no, porque de hecho cada uno se mezcla con lo que se le da la gana de mezclarse, pero sigue habiendo un sistema de jerarquía muy marcado. Si bien hubo ciertas conquistas, como el caso de Loana trabajando en dependencias oficiales o logrando que se le reconozcan los nombres a las travestis, yo nunca vi a Cristina Kirchner, ni a su marido, en una reunión con una de ellas y mucho menos vería a todo el arco opositor en ese contexto. Imaginátela a Gabriela Michetti, que es tan católica. Es impensable. Para esa gente sí existen jerarquías, que de hecho las hay, claro, pero para ellos eso es algo que está bien. Ellos piensan que es así el mundo, que están arriba y que nosotros estamos todos abajo en diferentes escalones.

¿En qué lo ves, por ejemplo?

—No veo que se incluya a las travestis en los discursos oficiales como sujetos sociales con derechos que les deben ser garantizados. Estamos hablando que sí o no al matrimonio homosexual, eso también da cuenta de que nosotros tampoco estamos reconocidos como sujetos sociales. En un momento de elecciones me resulta muy curioso, y abominable, que no se hable de los excluidos de este sistema, que no haya propuestas de cómo incluirlos. ¿Qué pasa, vamos a seguir así?

El mundo que se crea en la novela hace pensar en un sistema igualitario donde, a la par que se acentúan, se disuelven las identidades...

—Sí, a la hora de organizar la villa, los personajes de la novela eligen rasgos nacionales, profesionales o de identidad sexual para agruparse en comisiones. Se reconocen por esas pequeñas diferencias dentro de la pertenencia general. En el caso de Cleopatra, que es claramente una travesti que ejerció la prostitución, que es pobre, que fue muy castigada por su padre, cuando se erige en líder ya no le importa a nadie que sea o no travesti. No es su rasgo principal. ¿Qué tiene del travestismo? La gracia, el humor, algunos gustos por determinada clase de ropa, pero lo preponderante en ella es que es una líder villera. No necesita decir “soy travesti”. Y no sólo es travesti sino también madre de familia. No padece discriminación, así que no tiene por qué defender su identidad sexual.
¿Cómo ves la cuestión de la visibilidad lésbica?
—Para mí tiene dos vectores. Uno es qué espacios nos dan los medios y el otro, qué hacemos nosotras. En los medios, de golpe, se copan y te dan espacios, pero qué hacemos nosotras es una cuestión política más interesante. Yo siento como una responsabilidad hacer visible mi lesbianismo. Una responsabilidad hacia las más jóvenes y hacia las que pueden estar viviendo en contextos muy duros en los que ser lesbiana es algo dificilísimo y tremendo, o hacia las que ocupan puestos de trabajos de las que pueden ser echadas por ser lesbianas. Para toda esta gente es bueno que socialmente se vaya instalando el hecho de que fulana de tal que hace tal cosa es lesbiana y fulana también... Y me parece que es lo mínimo que podemos hacer, con el trabajo que nos ha costado a todas. Y yo insisto: es una responsabilidad hacerlo y está bueno.

jueves, 2 de julio de 2009

Lecciones de las cosas - Rosario Castellanos


Me enseñaron las cosas equivocadamente
los que enseñan las cosas:
los padres, el maestro, el sacerdote
pues me dijeron: tienes que ser buena.
Basta ser bueno. Al bueno se le da
un dulce, una medalla, todo el amor, el cielo.
Y ser bueno es muy fácil. Basta abatir los párpados
y no ver y no juzgar lo que hacen
los otros, porque no es de tu incumbencia.
Basta no abrir los labios para no protestar
cuando alguno te empuje porque, o no quiso herirte
o no pudo evitarlo
o Dios está probando el temple de tu alma.
De cualquier modo, pues, cuando te ocurra el mal
hay que aceptarlo, agradecerlo incluso
pero no devolverlo. Y no preguntes
por qué. Porque los buenos no son inquisitivos.
Y dar. Si tienes una capa córtala
en dos y entrega la mitad al otro
—aunque el otro no sea mas que un coleccionista
de mitades de capa. Eso es asunto suyo
y tu mano derecha debe ignorar... etcétera.
Y recibir con ambas mejillas, eso sí.
No siempre serán golpes.
A veces será el ramo de flores que suscita
fiebre de heno. A veces el marisco
que produce la alergia.
A veces el elogio
que, si no es falso, humilla la raíz
y que, si es falso, ofende. Tú perdona,
que es lo que hacen los buenos.
Obedecía. Se sabe: la obediencia
es la virtud mayor.Y pasaron los años
y yo era la piedra de tropiezo contra
la que chocaba el distraído o,
si mejor emplazada, punching bag
en el que ejercitaban su destreza los fuertes.
A veces me ponía a hacer "viva la flor"
con mis cartas del naipe y llovía la gracia
indiferentemente sobre mis amigos
y los que eran amigos de mis amigos, es decir
mis enemigos.
Y me senté a esperar la medalla o el dulce
y la sonrisa, el premio, por fin, en este mundo.
Y sólo vi desprecio por mi debilidad,
odio por ser el instrumento
de la maldad ajena.
¿Con qué derecho quería santificarme
utilizando vicios o carenciasde los demás?
¿Por qué yo me elegía
como única elegida
y era el mecanismo como el grano de arena
que paraliza toda función? Y, paralíticos,
los activos, pensaban.
Y yo era la causa eficiente de aquellos pensamientos
y no había para mí sino condenación.
Hasta que comprendí. Y me hice un tornillo
bien aceitado con el cual la máquina
trabaja ya satisfactoriamente.
Un tornillo. No tengo
ningún nombre específico ni ningún atributo
según el cual poder calificarme
como mejor o peor o más o menos útil
que los otros tornillos.
Si tuviera que hacer mi apología
ante alguien (que no hay nadie, que nunca hubo
ningún testigo de lo que acontece)
diría que estuve en mi lugar y que
giré en la dirección correcta y a la velocidad
requerida y con la frecuencia necesaria.
Y que no procuré ni que me remplazaran
antes de tiempo, que me permitieran
seguir cuando me había sido declarada inservible.
Y, antes de terminar, quiero que quede
bien claro que no hice nada de lo que hice
por humildad. ¿Acaso los tornillos son humildes?
¡Ridículo! Y que, menos aún,
mi conducta se entiende merced a la esperanza.
No, ya hace mucho tiempo que el cielo es un factor
que no entra en mis cálculos.
Conformidad, tal vez. Lo que de ningún modo
en un tornillo, como yo, es un mérito
sino, a lo sumo, es una condición.

miércoles, 24 de junio de 2009

Lectura de abejas

abeja reina libros presenta:



ni jota de paula jiménez

el refugio de victoria schcolnik

viajar sola de mercedes araujo


viernes 3 de julio, 19 hs.
librería de mujeres, pasaje rivarola 175


miércoles, 10 de junio de 2009

Un nuevo cuento


Fuera del río


Después de sacarse la capelina y el chal y descargarlos junto a su cartera en los brazos de su hija, la madre le acarició el mentón y la miró como si fuese a despedirse. Luego le dijo: No te des vuelta. Pero ni siquiera ella misma entendió el porqué de estas palabras. Muchas, muchísimas veces, le daba órdenes para medir tanto su capacidad de mando como la respuesta de la niña. Podría haberle dicho: Caminá de un lado al otro sin parar o No le saques los ojos de encima al cielo. Daba lo mismo. En pocas ocasiones, antes de ser mamá, había experimentado poder sobre alguien o algo, de modo que la hija se había transformado para ella en la posibilidad de recuperar eso que casi no había tenido, pero que sin embargo administraba a la perfección, como si lo conociera de memoria. Sobre su figura un vestidito suelto, aunque ceñido a las gráciles formas de ese cuerpo, terminaba a la altura de las rodillas y flameaba, mientras ella caminaba en dirección al río. Tenía el pelo pesado y lacio, pero las puntas, como rulos apenas insinuados, se marcaban hacia fuera dándole a la cabellera un aspecto moderno y juvenil. Era una mamá hermosa y así la había visto la niña siempre. Pero ahora solo la imaginaba, ya que ella le había pedido que, como Lot, se abstuviera de mirar hacia atrás. La mamá bajó las escalinatas que daban a la playa y en el descenso su elegante sombra iba cayendo sobre la piedra roída repitendo el ritmo de un andar armonioso, casi felino. Al llegar, sintió el alivio que el calor traía a sus plantas y movió sus dedos sobre la arena. Antes de dedicarse al horizonte inmenso miró la inquietud que esos dedos expresaban y detuvo sus ojos en el color rojo de sus uñas prolijas y perfectas, diferenciadas de la palidez de su piel. De esa visión de lo pequeño, de algo de lo más pequeño pero divisable de su cuerpo, pasó a la vastedad. El camino dorado que trazaba el sol sobre el río. El río interminable. Y no dudó, ni por un instante, de la redondez de la tierra. Sobre la redondez pensó que todo en la vida era cíclico, que las cosas acaban como empiezan, que qué caso tendría negarlo, que todo vuelve. De pronto, viejos pensamientos volvieron a su mente una vez más y la amargura la hizo cegarse ante el espectáculo que tenía delante. Cuando vio el río otra vez se preguntó qué habría estado mirando en ese tiempo, sin moverse de ahí, con los ojos siempre puestos en el mismo lugar. La amargura se disipó de pronto como el alivio que sentía en sus plantas. Ahora el calor comenzaba a crecer y a quemarlas agresivamente como un aliado que se volvía en su contra. Se sacó el vestido, lo dejó caer sobre su propia sombra, y en malla enteriza caminó hacia el río, dejando aquella otra prenda tirada en la arena hirviente, plenamente soleada. Metió un pie en el río y después el otro, esa temperatura era ideal. El Paraná, como siempre, estaba calmo y pequeñas reverberaciones redondas sobre el agua indicaban la presencia de los surubíes en la época de pesca. De todos modos, la playa estaba vacía y eso era lo que buscaba. Se sumergió en el agua y nadó hacia el centro del río. Con cada brazada sentía la disminución progresiva de un peso que no podía reconocer en la vida normal. Como si una persona se condujera cada día ignorando una joroba sobre su espalda que sólo al comenzar a desaparecer le permitiera reconocer el deseo de liberarse de ella para siempre. Así sentía esa madre. Y el peso, supo varios metros adelante, pasando la hilera de boyas, ya empezaba a identificarse. A medida que avanzaba, la imagen de su hija cobraba más y más claridad para volverse luego borrosa y desdibujarse. Conforme a que la imagen se borraba, el alivio asomaba más que el sol y con él la amplitud de miras, el más allá de lo visible, toda la grandeza del aire entrando a sus pulmones, un poco más de aire, un poco más. Como si la contundencia de esa pequeña presencia obstaculizara por lo común su respiración, sordamente, como una leve irritación que ella no había registrado hasta ese momento. Imaginó entonces, de pronto, que ese “mandoneo” que ejercía, con el que medía su poder y que para ella era un juego, una gracia, tenía la fuerza de una boca de fuego que largaba su largo aliento cada día sobre una niña callada, obediente, como ella misma había sido. En ese momento un surubí le rozó la pierna izquierda asustándola y la madre pegó un grito. Paró y se dio cuenta de que no hacía pie y al mirar hacia atrás vio la costa lejanísima, el sol más cercano a caer, el chillido de unas aves llevadas por un aire que estaba comenzando a enfriarse con la amenaza del crepúsculo. De pronto se sintió desprotegida, como si todo ese impulso de libertad que le daba el río se hubiese transformado en el encierro de saberse sola, a expensas de una fuerza gigantesca. Se dio vuelta y comenzó a nadar. Nadó rápidamente, olvidada de todo pensamiento, sintiendo en su pecho la opresión característica de todos sus días y a medida que regresaba a la costa se iba a adaptando a ella como a una identidad conocida. Ya cerca de la orilla, se incorporó y se dio cuenta de que aún faltaban varias horas para el atardecer. Arriba, sobre la rambla, algunas personas iban y venían paseando con un termo bajo el brazo, tomadas de la mano de otra, con algún chico en alzas. Sobre el alto paredón la mujer vio el contorno de la espalda de su hija, su fina nuca, estática, el cabello corto y castaño ceñido sobre la cabeza. De los costados de su cuerpo asomaba la blanca capelina que ella le había pedido sostener mientras se metía sola en el río. Sintió un gran estremecimiento y se largó a llorar en una única pero intensa explosión que le destapó el pecho como un soplido. Sin esperar a secarse el cuerpo, se puso el vestido y sacudió ligeramente su cabellera. Estaba empapada. Y como si todo aquello hubiese aparejado un gran esfuerzo, sintió agitada su respiración y apretado su entrecejo. Subió casi con urgencia la escalinata y al llegar a donde estaba la niña, la vio sostener la capelina, el chal y la cartera con firmeza, apretándolas contra su panza, como si tuviera que defenderlas. Al ver a su mamá la hija soltó una sonrisa y así se apaciguó su rostro, levemente comprimido por la soledad y por la responsabilidad de tener que cuidar aquellas cosas. La mujer sintió que algo se quebraría en la realidad, en el orden conocido de la vida que compartían, si le pidiera perdón. Así que le sonrió también, con una sonrisa rutinaria, despojada de toda exaltación, y le dijo: Dámelas. La niña se las dio de a una. Primero el chal, después la capelina y finalmente la cartera. Ya te podés dar vuelta, dijo la madre. La hija no preguntó porqué ahora sí. Nunca lo hacía. La memoria que tenía de haberlo hecho es que su madre contestaba un Porque sí, o simplemente callara. Así que sólo giró con ella para mirar el horizonte y apoyó su pequeña mejilla sobre el dorso de una mano helada.

sábado, 6 de junio de 2009

Un viejo cuento de Mico Secha


La señora del dedo



Le pasó mientras preparaba la ensalada. El corte se confundió con la pulpa dispersa sobre la tabla y, a los pocos minutos, techos, paredes y zócalos salpicados en sangre, habían cambiado la apariencia de su casa. Ay, pobrecita, se lamentaría Ana un día después en vistas del espectáculo. Es que esa zona sangra mucho y Lucía no paraba de sacudir la mano. De derecha a izquierda, de izquierda a derecha como diciendo no, no, no. El paso siguiente, y el más razonable, era pedir ayuda por teléfono o arreglárselas sola, pero la desesperación no se lo permitió. Es que la lógica de la persona desesperada es otra, ninguna quizás. O muy privada. Como en un estado delirante lo único que pretendía del tiempo era su regresión. Quería que volviera hacia atrás, que el accidente no hubiera ocurrido. Una lluvia de sangre cayó sobre los muebles, la alfombra, los libros y también sobre el gato que, en cuatro patas y con la cabeza bien gacha, miraba fijamente la mesa después de haberse comido el pedacito. Muy poco. Qué pena, miau, con lo rico que estaba. Es que Lucía no tuvo en cuenta guardarlo para que se lo cosieran en el hospital. ¿Quién puede pensar en eso ahora? Tal vez un amigo o un familiar que, al no tratarse del propio cuerpo, actuara con la suficiente frialdad como para envolver la yema en papel tisú y entregársela al médico. Acá tiene doctor, este es el dedo de mi amiga, bueno, lo que falta. Pero estaba sola. No es bueno, no. No es bueno que una mujer como ella esté sola. Aunque ridícula, una muerte causada por corte de dedo también le parecía posible y pensó que, sin meter mano en la realidad, el final sería inminente. Y rojo, igual que su nacimiento. Las historias empiezan como terminan, concluyó. Hay que pararlo ahora. Anita, Anita, por favor, ayudame. ¿Qué te pasa, Lú? Me rebané un dedo ¿Cómo? Haciendo la ensalada de tomates. Quedate tranquila, ya voy para allá. Pero, ¿qué es “ya”?, ¿acaso “ya” no supone una materialización inmediata, una forma de llamar al futuro mientras el futuro se hace presente? Para Ana, en cambio, “ya” podía significar una serie de acciones a llevar a cabo parsimoniosamente, regidas por un ritmo muy distinto al de Lucía en situación. Apurate, tengo miedo, tengo miedo. Ay, exclamó Ana para sus adentros. Juzgaba a su novia hipocondríaca y la hipocondría era, a su entender, una exageración de la realidad, cuando no una falsedad destinada a sembrar la desdicha entre dos personas. Como si fuera a propósito, aunque en el fondo sabía que no y que Lucía no podía evitarlo. Tranquilizate, no va a pasar nada. ¿Nada? ¿Nada, decís? Vos no tenés corazón. Tratando de contenerse, Ana respiró hondo del otro lado de la línea y una violenta exhalación golpeó el micrófono. No soy tonta, dijo Lucía, estás resoplando. No, mi amor, es que me pongo nerviosa. ¿Nerviosa? ¿nerviosa? ¡Nerviosa estoy yo! Con cierta dificultad cortó el teléfono embadurnado. Se le resbalaba de la mano y sólo la tercera vez cayó casi casualmente sobre la horquilla y la comunicación se interrumpió. ¿Por qué Ana es así conmigo? ¿y este gato, que llora tanto? ¿qué pasa? ¿no comió? ¡Ay, pobre santo, es tan intuitivo! Hasta él se da cuenta de lo que me pasa. Y Ana no. Mientras tanto, en su oficina, Ana juntaba los papeles, la agenda electrónica, los cigarrillos, ¿me olvido algo? Esperaba el ascensor en el séptimo piso y sonreía amablemente a una viejita a la que cedió su lugar porque ya no entraban más personas. No se preocupe, dijo, yo bajo después. Unos minutos más nada cambian y no se va a morir, pensó, exagera. Pero, en su departamento, Lucía creía estar a un triz de agonizar. Del derramamiento al desmayo hay un paso. Recordó la noche en que se hizo señorita. ¿Señorita? En aquel momento el título le había caído de sopetón. Era una Navidad. El calor y la pérdida de sangre la sofocaron y se tuvo que acostar. Mucho tiempo después se enteraría por un profesor de Tai Chi Chuan que con la menarca en la mujer y la eyaculación en el hombre se da comienzo al proceso de envejecimiento humano. Yo era materia, materia pura, materia sangrante. En mí se había instalado la muerte y su camino ininterrumpido y lineal era inevitable. O lo transitaba o me quedaba ahí sobre esa cama, negándome a comer, a vivir una vida que se acabaría algún día. Hoy, quizás. Además, qué injusto todo: ahora es cuando necesito que me llamen señorita, no veinte años atrás ¿qué es, por dios, qué es? ¿está en la piel? ¿en el pelo? ¿o la mirada? ¿qué ven cuando me dicen señora, si ni siquiera tengo alianza? No es momento para pensar en eso. Como pudo, tomó un toallón y se envolvió el dedo. Es decir, comenzando por la herida se cubrió toda la mano. Pero el gran vendaje fue traspasado y su blancura enrojeció, imagen que la llevó a recordar otra vez al profesor de Tai Chi Chuan. La sangre es como el agua de la que tanto hablaba él, y avanza. ¡Oh, dios, cuándo vio eso! ¿Podía esperar a Ana si su propia existencia pendía de un hilo?, en ese caso ¿quién puede esperar a alguien? Nadie. Nadie puede esperar a alguien. Llevaba el dedo envuelto y su correspondiente antebrazo recostado sobre el brazo opuesto, como si acunara un bebé. Le dijo chau al gato que la miraba como diciendo: ¿me vas a dejar así, sin más dedo? Miau, miau, maulló él, chau chau, contestó ella. Y llorando a lágrima viva bajó las escaleras hasta encontrarse parada en la puerta del edificio. Algún taxi tiene que venir. Una ambulancia: es Ana. Seguro que es ella, vino a buscarme. La ambulancia estacionó y Lucía fue derecho a abrir la puerta trasera. Estaba dispuesta a recostarse en la camilla cuando un enfermero se le acercó. Muchas gracias, le dijo, ahora córrase por favor, que va a subir una embarazada. Lucía no obedeció, se quedó tiesa, mirándolo. Que se corra, repitió el enfermero, ¿cómo se lo tengo que decir? Si, claro, contestó llorosa, es que... Córrase señora, por favor. Tampoco era una nena encaprichada con que la subieran. Sintió mucha pena de sí misma y odió a los profesionales de la salud. Está bien: ese toallón no era un nene, pero lo parecía ¡y ensangrentado! ¿Cómo podía ser tan insensible el enfermero y ni siquiera preguntarle qué le pasaba o si necesitaba que la alcanzara al hospital, algo? Nada. Que aprendiera la pobre Lucía. Todo vuelve, afirmó para sus adentros, como si creyera en la reencarnación o en una especie de dios boomerang que, más rencoroso que ella, se encargaría de saldar las cuentas. Descubrió entonces que el enojo la fortalecía como la estaca que sostiene la espalda de molusco de un espantapájaros. Ella era normalmente una persona irascible pero nunca había atendido a los beneficios de sus arrebatos. ¿Por qué no te vas a la puta que te parió?, le gritó al enfermero cuando arrancaba la ambulancia. Sobre su desgracia se agregaba la de ver cómo la dulce embarazada era tironeada por las cuatro extremidades, a la manera de la inquisición, rumbo al vehículo. Ni se quejaba la chica. Sólo les había dicho a sus familiares: cuidado por favor, que me están apretando los brazos, déjenme, puedo sola. Nadie sabe adecuarse al dolor ajeno: o lo desestiman o lo magnifican, ¡qué soledad la del cuerpo!, pensó Lucía. Entonces su enojo viró a una congoja sin fondo. ¿Para qué todo esto? ¿qué sentido tiene vivir si después vamos a morir tan solos como nacimos? ¿Qué estoy pensando – pensó -, me iré a volver loca? Con lo que me duele el dedo y yo, mirá por lo que ando preocupada. Siempre mezclo todo. Siempre, pero: ¿era una mezcolanza como ella decía? ¿o a su horror inicial sobre la idea de la muerte no iban a parar todos los hechos de la vida como a una fuerza centrífuga? No, decididamente su novia Ana no la entendía. No entendería jamás su melancolía de eternidad presente en todos los actos. No podría nunca darle la razón cuando Lucía en lugar de una rica carne asada con papas fritas viera una vaca en un matadero y un campo de cultivo cosechado por un peón explotado por los terratenientes. Toda la corrupción del mundo rodeando un plato de comida. Para Ana esa carne era un manjar y estaba claro que a Lucía la vida se le iba de las manos. Y todo parecía darle la razón. Casi inútil para las tareas domésticas, el día que se decide a cocinar, ¡sácate!, agarra y se corta un dedo. Pero se lo corta, no se lo rebana. Un cortecito nada más, señora, dijo el médico. ¿Cómo podía tratarse de un cortecito nada más, señora? ¿y toda esa sangre de dónde había salido? ¿de un simple corte? Bueno, se sacó la puntita solamente. ¡La puntita solamente! ¡la puntita! Cómo son los médicos, se nota que el dedo no es suyo. ¿Trajo el pedazo para que se lo cosamos? ¿no? ¿qué está diciendo, señora? Dice que no, dijo Ana, es que se abatata por los nervios, ¿no, Lucita? Mmm, respondió Lucía mordiéndose los labios. Bueno, no importa, concluyó el médico, cuestión de días y se regenera solo. Ya va a ver que le queda como nuevo. Pero, dicho de esta forma, un dedo nuevo era, para Lucía, uno chiquito, como de recién nacido. Qué espanto, se dijo, dos etapas de la vida en la misma mano. Sería demasiado. Ana también se lo había dicho al llegar con el taxi. Va a estar todo bien, no es nada, se regenera solo. La encontró en la puerta pálida y con un toallón rojo que no le conocía. Pensó que no era el momento de preguntarle dónde lo había comprado y al descender sólo atinó a acercarse a ella y abrazarla como si fuera una criatura. ¿No parece una criatura? dijo Lucía, señalando el toallón. Me confundí Ana, me confundí, vino una ambulancia y yo creí que... Está bien, corazón, le contestó, ahora me explicás en el taxi. Pero Lucía, lejos de dar explicaciones comenzó a tartamudear, no modulaba una sola palabra con claridad y ni aún así conseguía ponerle freno a su necesidad de hablar. Resolvió este conflicto con una explosión gritona y babosa con la que al fin consiguió sacar de quicio a Ana. Lú, le dijo sacudiéndola por los hombros, te vas a calmar porque esto ya no está en tus manos. Ya sé: por eso lloro. Al llegar al hospital fue atendida rápidamente, el escándalo ganó lugar sobre fracturas expuestas, desgarros, trípodes, muletas y paraplejías múltiples. Con el brazo extendido sobre la camilla, Lucía giró la cabeza para no ver la ausencia de dedo, el espectáculo impresionante de la automutilación que reflejase el gesto de espanto en el rostro del médico. Pero no fue así y después de vendarla como dios manda llamó a la enfermera. Dele una muestra de Pervinox a la señora del dedo para que se haga las curaciones, le dijo. Y si necesita algo me llama. Al otro día Ana limpió la casa, tiró el toallón a la basura y alimentó al gatito que maullaba como para recordar que su dueña tenía razón. Yo era pura materia, había dicho, materia sangrante. Ay que horror, pensó Ana cuando imaginó el posible destino de la yema del dedo de Lucía. No está por ningún lado, en la mesa no está, en el piso tampoco. Por lo menos no hizo falta coserla y se le regeneró nomás, como predijo el médico; un poco chato tal vez, pero apenas se nota. Sólo si hay humedad el dolor recrudece. Me pincha adentro como unas agujitas, ¿será algo malo? No es nada, amor, la tranquiliza Ana sobre todo en otoño, mirá los nubarrones en el cielo. Tenemos lluvia.