viernes, 17 de julio de 2009
Amaicha del valle
Por las rutas arenosas los vi proliferar. Anchos, altos, ínfimos o desmesurados, los cactus iban configurando un pasiaje que me producía tranquilidad y desasosiego al mismo tiempo, como si esa sed que me volvía pesimista, me homologara a su entorno quieto y árido en el cual ya me quedaba poco por perder. Entonces los cactus me hablaban. Me resultaban elocuentes sus espinas, activas defensoras de una humedad interna, del reservorio necesario para una vida en sociedad. La intensa luz que daba de plano sobre los caminos, los escasos árboles aparecidos cerca de una casa, las piedras que no sabían perdonar mis pisadas sin cálculo, el descenso, eran el mundo donde la tuna pendía de la planta y castigaba con cientos de minúsculos pinchazos, al querer arrancarla, mi mano ingenua.
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