Tinta Rojas
Por Paula Jiménez
Para Las 12
“Como fui una de las encargadas de poner en marcha el Rojas, mis recuerdos son un poco subjetivos. En la primera reunión que tuvimos, donde había que delinear un plan de acción, la sensación que flotaba en el ambiente, aunque ninguno de los que estaban allí lo dijo explícitamente, era que había que pensar actividades que desde el vamos marcaran época”, dice Tamara Kamenszain, quien fuera nombrada Directora de Actividades Extracurriculares del Centro Cultural Rojas durante la gestión de Lucio Schwarzberg, hace 25 años. Y los principios que regirían aquella época estaban en el aire y había que darles forma concreta en espacios públicos como este, que abría sus puertas a lo alternativo y se proponía albergar las novedosas expresiones artísticas del renacimiento democrático. Las sucesivas decisiones sobre la política cultural del Rojas fueron delineando un modo más participativo y descontracturado. Así se fueron dejando atrás los años de dictadura, en cuyos finales, sin embargo, sigilosa, pero valientemente, había comenzado a esbozarse un camino de expresión y de escape a la represión cultural instalada por el proceso. Para la poesía resultaron nodales aquellos años y sentaron las bases de un movimiento que iría tomando variadas formas a lo largo de este cuarto de siglo. La poeta Diana Bellessi, quien acaba de publicar Tener lo que se tiene, libro que reúne toda su obra escrita y editada, mayormente, durante estas dos décadas y media, dice: “La poesía enfrentó a la dictadura y su vaciamiento cultural con frágiles pero fuertes hilos de contacto personal que le permitieron mantener vivas ediciones de revistas y libros en baja tirada, al igual que recitales esporádicos que dejaban avizorar la producción contemporánea de entonces. Esas experiencias crearon un suelo fértil que le dio vigor a lo que ahora es una tradición fuertemente asentada. Y es sobre este suelo que el Rojas abrió sus puertas acompañado, a su vez, por una miríada de otros lugares”. La expansión y efervescencia creativa de los albores democráticos simbolizaron el nacimiento de una época y contribuyeron a visibilizar lo que ya se venía gestando en medio de la adversidad de la dictadura. Aquellas nuevas voces comenzaban a ahuecar públicamente la dura pared de una verdad social impuesta por el rigor. Más tarde, la poesía pudo apropiarse de espacios institucionales como el del Rojas, que actuaron para ella como soporte material. La celebrada exteriorización y socialización de la actividad poética en los primeros ciclos de poesía aportó lo suyo. Tamara Kamenszain recuerda: “Primero estuvo el ciclo “Lengua Sucia” coordinado por Daniel Molina que, como su nombre lo indica, apuntaba a ensuciar el panorama limpito de la lengua poética imperante, y después “La voz del erizo”, a cargo de Delfina Muschietti, que inauguró la sana costumbre de mezclar figuras consolidadas con nombres desconocidos dentro de la poesía. Fue la gran pegada, porque eso permitió empezar a confrontar estéticas. Ahí lo nuevo empezó a ensuciar a lo viejo y el enchastre resultó exitoso (creo que el Rojas mismo puede entenderse como un dispositivo que vino a enchastrar un poco la sacralizada escena artística que dejó la dictadura)”. A partir de ese momento queda a la vista la poesía como expresión de diversidad en el decir y como cuerpo discursivo irrespetuoso, de imprevisibles derivaciones. Diana Bellessi describe aquél tiempo como de una “algarabía, un torrente desatado después de años de mordaza”. Y dice: “Como si no importara mucho la plusvalía de la firma personal, sino la producción en conjunto para que las voces personales se oyeran otra vez; la bienvenida a la invención, el interés, el asombro, la contaminación general. Recuerdo “La voz del erizo”, allí eran invitados a leer juntos poetas de varias generaciones, por lo que podías escuchar a los maestros, a tus coetáneos y a los jóvenes que venían detrás. Esto es parte del poder de la poesía, saludar a los que vienen, aprender de ellos y saber que nadie tiene la corona. También viene a mi memoria una mesa cuyo emblema era “La pregunta por la escritura femenina”, lleno total y desde la platea vociferábamos salvaje y alegremente, Susana Villalba, María Moreno y algunas otras acompañando a Mercedes Roffé que, en el panel, se peleaba con Nicolás Rosa…”. Y dentro de los recuerdos de esos años, hay otro que Bellessi guarda en común con Kamenszain: “Compartí una mesa de “Los que conocieron a”, en homenaje a Alejandra Pizarnik, entre otros con Susana Thénon; sus anécdotas, desopilantes y maravillosas, aún resuenan en mi cabeza; y fue en esa oportunidad que Batato Barea, desde la audiencia, y por primera vez, creo, dijo los poemas de Alejandra”. Para Kamenszain aquel momento inolvidable, el de la aparición sorpresiva de un tímido Batato adolescente en la escena pública literaria, fue indicativo de que “la suerte ya estaba echada: el Rojas estaba listo para pasar a ser el referente privilegiado de los jóvenes artistas en todas las áreas”. Y así fue. Esta referencia que el Rojas, como institución, supo percibir se multiplicó en los años posteriores. Y el mapa mercuriano de la poesía y del arte en general continuó expandiéndose en múltiples direcciones, produciendo un efecto de descentralización. Aquel espíritu participativo y de creciente diversidad de comienzos de los ’80 aún continúa propagándose. Con él las múltiples posibilidades de producción, edición y expresión pública siguen reproduciéndose y es a través de esta mecánica que la poesía ha ido conquistando un lugar cada vez más visible en nuestra sociedad durante estos años. De todas maneras, el camino trazado por la poesía argentina en estas dos décadas no es evolutivo ni lineal como no lo es, tampoco, el modo de concebirse a sí misma. “Creo que entre la poesía de los 80 y la de los 90 – dice Tamara Kamenszain - la ruptura tiene que ver con un distanciamiento que se agudiza en cuanto a cómo se concibe “lo literario”. Cada vez más se ve un querer sacarse de encima esa premisa o, como lo enuncia Josefina Ludmer, está ese proceso que ella llama post-autónomo, donde la autonomía de la literatura prácticamente se disuelve y no quedan parámetros muy claros para determinar si una obra es literaria o no. Lo que sucede en estas obras es que intentan una mayor aproximación a lo real, no en el sentido simbólico en que lo harían las corrientes del realismo, sino en el sentido de despojarse de parámetros tradicionalmente aliados de lo literario, como la metáfora, entre otros”. En su libro de ensayos La boca del testimonio, Tamara Kamenszain señala las voces de Martín Gambarotta, Washington Cucurto y Roberta Iannamico como algunas de las más destacables de la pasada década. Bellessi no enfatiza especialmente una ruptura entre los 80 y 90, sino que la considera como parte de un proceso más amplio, una suerte de metamorfosis que no termina y en la que se incluyen también las transformaciones operadas en la poética de los 2000, dice: “Creo que hubo ruptura con la tradición de ruptura, como la nominó Octavio Paz, o sea con las vanguardias europeas del siglo diecinueve y veinte. Y este es un gran momento que dura ya, en su constante transformación, más de veinte años. En este nuevo hacer el juego entre tradición y ruptura ha ido apareciendo una interesante variedad en la poesía argentina, y esto afecta la obra de autores, no de una, sino de varias generaciones que están produciendo simultáneamente. La vara de lo que “hay que hacer” ha caído, dando lugar a múltiples búsquedas personales que habilitan, a su vez, confluencias inesperadas”. Junto a Bellessi, se podría decir que el inicio de este proceso que lleva más de veinte años y por el cual “la vara de lo que hay que hacer ha caído”, incluye también el nacimiento del Rojas. Su emergencia - en el sentido de lo que surge y de la necesidad que debe ser atendida de modo impostergable – orienta sobre lo que precisaba ser “encarnado” a comienzos de los ’80 y que contuvo la marca institucional que Kamenszain imaginó y que, 25 años después, puede ser reconocida como un punto de partida.
Por Paula Jiménez
Para Las 12
“Como fui una de las encargadas de poner en marcha el Rojas, mis recuerdos son un poco subjetivos. En la primera reunión que tuvimos, donde había que delinear un plan de acción, la sensación que flotaba en el ambiente, aunque ninguno de los que estaban allí lo dijo explícitamente, era que había que pensar actividades que desde el vamos marcaran época”, dice Tamara Kamenszain, quien fuera nombrada Directora de Actividades Extracurriculares del Centro Cultural Rojas durante la gestión de Lucio Schwarzberg, hace 25 años. Y los principios que regirían aquella época estaban en el aire y había que darles forma concreta en espacios públicos como este, que abría sus puertas a lo alternativo y se proponía albergar las novedosas expresiones artísticas del renacimiento democrático. Las sucesivas decisiones sobre la política cultural del Rojas fueron delineando un modo más participativo y descontracturado. Así se fueron dejando atrás los años de dictadura, en cuyos finales, sin embargo, sigilosa, pero valientemente, había comenzado a esbozarse un camino de expresión y de escape a la represión cultural instalada por el proceso. Para la poesía resultaron nodales aquellos años y sentaron las bases de un movimiento que iría tomando variadas formas a lo largo de este cuarto de siglo. La poeta Diana Bellessi, quien acaba de publicar Tener lo que se tiene, libro que reúne toda su obra escrita y editada, mayormente, durante estas dos décadas y media, dice: “La poesía enfrentó a la dictadura y su vaciamiento cultural con frágiles pero fuertes hilos de contacto personal que le permitieron mantener vivas ediciones de revistas y libros en baja tirada, al igual que recitales esporádicos que dejaban avizorar la producción contemporánea de entonces. Esas experiencias crearon un suelo fértil que le dio vigor a lo que ahora es una tradición fuertemente asentada. Y es sobre este suelo que el Rojas abrió sus puertas acompañado, a su vez, por una miríada de otros lugares”. La expansión y efervescencia creativa de los albores democráticos simbolizaron el nacimiento de una época y contribuyeron a visibilizar lo que ya se venía gestando en medio de la adversidad de la dictadura. Aquellas nuevas voces comenzaban a ahuecar públicamente la dura pared de una verdad social impuesta por el rigor. Más tarde, la poesía pudo apropiarse de espacios institucionales como el del Rojas, que actuaron para ella como soporte material. La celebrada exteriorización y socialización de la actividad poética en los primeros ciclos de poesía aportó lo suyo. Tamara Kamenszain recuerda: “Primero estuvo el ciclo “Lengua Sucia” coordinado por Daniel Molina que, como su nombre lo indica, apuntaba a ensuciar el panorama limpito de la lengua poética imperante, y después “La voz del erizo”, a cargo de Delfina Muschietti, que inauguró la sana costumbre de mezclar figuras consolidadas con nombres desconocidos dentro de la poesía. Fue la gran pegada, porque eso permitió empezar a confrontar estéticas. Ahí lo nuevo empezó a ensuciar a lo viejo y el enchastre resultó exitoso (creo que el Rojas mismo puede entenderse como un dispositivo que vino a enchastrar un poco la sacralizada escena artística que dejó la dictadura)”. A partir de ese momento queda a la vista la poesía como expresión de diversidad en el decir y como cuerpo discursivo irrespetuoso, de imprevisibles derivaciones. Diana Bellessi describe aquél tiempo como de una “algarabía, un torrente desatado después de años de mordaza”. Y dice: “Como si no importara mucho la plusvalía de la firma personal, sino la producción en conjunto para que las voces personales se oyeran otra vez; la bienvenida a la invención, el interés, el asombro, la contaminación general. Recuerdo “La voz del erizo”, allí eran invitados a leer juntos poetas de varias generaciones, por lo que podías escuchar a los maestros, a tus coetáneos y a los jóvenes que venían detrás. Esto es parte del poder de la poesía, saludar a los que vienen, aprender de ellos y saber que nadie tiene la corona. También viene a mi memoria una mesa cuyo emblema era “La pregunta por la escritura femenina”, lleno total y desde la platea vociferábamos salvaje y alegremente, Susana Villalba, María Moreno y algunas otras acompañando a Mercedes Roffé que, en el panel, se peleaba con Nicolás Rosa…”. Y dentro de los recuerdos de esos años, hay otro que Bellessi guarda en común con Kamenszain: “Compartí una mesa de “Los que conocieron a”, en homenaje a Alejandra Pizarnik, entre otros con Susana Thénon; sus anécdotas, desopilantes y maravillosas, aún resuenan en mi cabeza; y fue en esa oportunidad que Batato Barea, desde la audiencia, y por primera vez, creo, dijo los poemas de Alejandra”. Para Kamenszain aquel momento inolvidable, el de la aparición sorpresiva de un tímido Batato adolescente en la escena pública literaria, fue indicativo de que “la suerte ya estaba echada: el Rojas estaba listo para pasar a ser el referente privilegiado de los jóvenes artistas en todas las áreas”. Y así fue. Esta referencia que el Rojas, como institución, supo percibir se multiplicó en los años posteriores. Y el mapa mercuriano de la poesía y del arte en general continuó expandiéndose en múltiples direcciones, produciendo un efecto de descentralización. Aquel espíritu participativo y de creciente diversidad de comienzos de los ’80 aún continúa propagándose. Con él las múltiples posibilidades de producción, edición y expresión pública siguen reproduciéndose y es a través de esta mecánica que la poesía ha ido conquistando un lugar cada vez más visible en nuestra sociedad durante estos años. De todas maneras, el camino trazado por la poesía argentina en estas dos décadas no es evolutivo ni lineal como no lo es, tampoco, el modo de concebirse a sí misma. “Creo que entre la poesía de los 80 y la de los 90 – dice Tamara Kamenszain - la ruptura tiene que ver con un distanciamiento que se agudiza en cuanto a cómo se concibe “lo literario”. Cada vez más se ve un querer sacarse de encima esa premisa o, como lo enuncia Josefina Ludmer, está ese proceso que ella llama post-autónomo, donde la autonomía de la literatura prácticamente se disuelve y no quedan parámetros muy claros para determinar si una obra es literaria o no. Lo que sucede en estas obras es que intentan una mayor aproximación a lo real, no en el sentido simbólico en que lo harían las corrientes del realismo, sino en el sentido de despojarse de parámetros tradicionalmente aliados de lo literario, como la metáfora, entre otros”. En su libro de ensayos La boca del testimonio, Tamara Kamenszain señala las voces de Martín Gambarotta, Washington Cucurto y Roberta Iannamico como algunas de las más destacables de la pasada década. Bellessi no enfatiza especialmente una ruptura entre los 80 y 90, sino que la considera como parte de un proceso más amplio, una suerte de metamorfosis que no termina y en la que se incluyen también las transformaciones operadas en la poética de los 2000, dice: “Creo que hubo ruptura con la tradición de ruptura, como la nominó Octavio Paz, o sea con las vanguardias europeas del siglo diecinueve y veinte. Y este es un gran momento que dura ya, en su constante transformación, más de veinte años. En este nuevo hacer el juego entre tradición y ruptura ha ido apareciendo una interesante variedad en la poesía argentina, y esto afecta la obra de autores, no de una, sino de varias generaciones que están produciendo simultáneamente. La vara de lo que “hay que hacer” ha caído, dando lugar a múltiples búsquedas personales que habilitan, a su vez, confluencias inesperadas”. Junto a Bellessi, se podría decir que el inicio de este proceso que lleva más de veinte años y por el cual “la vara de lo que hay que hacer ha caído”, incluye también el nacimiento del Rojas. Su emergencia - en el sentido de lo que surge y de la necesidad que debe ser atendida de modo impostergable – orienta sobre lo que precisaba ser “encarnado” a comienzos de los ’80 y que contuvo la marca institucional que Kamenszain imaginó y que, 25 años después, puede ser reconocida como un punto de partida.
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