miércoles, 3 de marzo de 2010

Otro de viajes


Salar



Si la nieve es una forma de la luz
la sal también lo es.
Son doce mil kilómetros de luz
hendida por figuras romboidales
que repiten
el contorno sutil de la molécula.
Este dibujo divide todo el suelo
y con apenas una lámina de agua
refleja el infinito.
Es el Salar de Uyuni, en el sur de Bolivia
y solo se ve un hombre con su pala
cavar el piso blanco, refulgente,
como un chorro de luna derramada
quemándole los ojos. Los cayos de sus manos
se adaptan a ese mango de madera, imagino, el dolor
semeja a su herramienta
y es casi una extensión de él o de sus brazos
cubiertos por el frío.
Nosotras perseguimos el fin del panorama,
el punto en que se corta el blanco interminable,
y no aparece: todo es continuidad
como si el tiempo eterno tuviera geografía.
Nos internamos más
y más en el desierto,
ya sueltas de la malla que sujeta
los puntos cardinales, como estrellas fugaces
parece que caemos de los límites.
Después vendrán lagunas de colores
y no importa,
llamas, casas de piedra,
el azufre bullendo por los geisers
y la mancha que forman los flamencos,
rosada, sobre el agua.
En este instante, en el centro del salar
alzamos una copa que el chofer nos invita.
“Licor de coca y sidra” dice, y mezcla
azúcar con espuma y amargor.
Después de haber callado todo el día, nos dedica
al fin, unas palabras: “Brindemos por el viaje
porque dios
nos proteja de todos los peligros de la ruta”.
Pero no hay ruta, hay
una suerte de huellas en la luz
un camino inventado que podría ser otro,
llevarnos hasta un páramo
sin bordes
en medio de las piedras o la arena o los bloques
de cuarzo. Yo te veo girar sobre vos misma
observar con terror este continuo blanco
que nos aísla del mundo.
En este punto estamos, casi sin conocernos
¿quién diría? Como dos camicaces
que un día se encontraron
y ahora creen
saber adonde van.

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