miércoles, 11 de agosto de 2010

Cuento


Angelus



Mi padre no quería morir sin verme casada y se lamentaba por mi suerte. “Nos, buscábamos una niña normal... y me cago en la puñetera madre que te parió”, decía. Violentábase él y yo misma percibía que mi vida no le caía en gracia. Lo enfrentaba entonces con desconocida vehemencia que brotaba de mí como un demonio. Y él, ¡si, vierais con qué furia reaccionaba! Con deciros que una mañana agarró por orejas un cabrito y revoleolo en los aires del enojo.
Os voy a contar mi historia. Tenía yo una amada: Magdalena, la esbelta y fogosa Magdalena que nació con pelo rojo y no tiñose en toda la eternidad. Soltábalo al viento levantando nubes de polvo a su paso, sus labios hinchados y pómulos altos conferíanle aspecto de actriz de cine, más, no existía cine alguno ni película que proyectar en esos tiempos. Mi otra amada, Sara nombráronla sus padres y las generaciones, carecía de dotes artísticos o cualquier menester que a esto relaciónese. Pálida y menuda como un cristo, pero enloquecían todas las gentes de amor al conocerla. Tan bella era. “No te alcanza con una, tortillera de mierda”, reprendíame mi padre.
En una oscura habitación de la casa de piedra familiar, dormía yo, envuelta en edredones. Tanto frío hacía. Pero el calor llegabame si por las noches recordábalas a ellas e incurría en silenciosas masturbaciones que a nadie molestábanle. He sido cuidadosa siempre con ellos. No metíame yo nunca nada que hiciese ruido, ni gemía y recibía agresiones, sin embargo. Por eso, más que nadie, valoraba yo la soledad de mi cuarto y enojome la aparición de un ángel que, con buenos argumentos, queríame convencer de cosas que no eran.
Había logrado conciliar el sueño aquella noche cuando llegó hasta mí la esfumación. Colóse por las rejas de las ventanas este ángel, forma de púber en rayos de luz divina que dañome la vista. Apreté mis párpados entonces y encandecida rogué bajara la intensidad para abrir mis ojos y no lo hizo. Tan lejos de la experiencia humana hallábase ese ángel, noté yo, e hizose el sonso como si hablárale yo o pasara un tren que no había alguno, ni vías en Jerusalem para que transitara. Irritome y le exigí que se fuera. Más, mostrábase imperturbable él y alzando brazos cantome un salmo que titulole el Ángelus. “Detesto los salmos a esta hora”, grité, pero no respondiome. ¿Cómo habríame de escuchar él a mí en medio de tanta orquesta? Por mi parte, sospeché que todo el pueblo estaría ya despierto dado el volumen. Tan grande era. De pronto hablóme con eco el querubín. Érase una voz metálica y espantosa como todo en él. Más, el horror llegó cuando acercose a mí tendiéndome tres dedos suyos. Abrí un ojo mío y vilo sonriente al invasor.
- ¡No! - advertíle - ¡Vais a electrocutarme! ¡Salíd de mi cuarto!
- No debeis temer, María – díjome en su repugnancia – soy un enviado de Dios.
- Angel mío – respondí amablemente porque tampoco queríame yo ganar el infierno.
- Arcangel – corrigióme el pedante.
- Perdón, Arcángel mío, vos no creéis que carezco yo tan de imaginación como para no figurarme que sois un enviado de Dios, ¿verdad? Más, ¿para qué quieresme Él a mí que está tan bien solo? Y, os suplico, no me toqueis que me impresiona.
Antes que una respuesta saliera de sus labios, retornose la cantata a la tierra. Sostuvo el coro una nota musical por largo tiempo, prologando la anunciación de la que vosotros ya habeis tenido noticias por medio de Pablo y Mateo. Que en paz descansen.
- Un hijo – dijome el arcángel – El Señor Dios quiere un hijo tuyo.
- ¿Un hijo? ¿¿Un hijo?? Hacédme un favor, Arcángel mío – dije y tomeme el pecho que reventábame de disgusto -, en mi nombre vais a decirle que no. Que así estoy bien.
- Y ¿porqué? No os entiendo, seríais una privilegiada.
- Aunque vos lo pongais en tela de juicio y tu creencia condeneme injustamente al pecado de la mentira y este al infierno, más terrible es la verdad, que lo que no tiene es remedio como dijo el cantante, pero debo deciros que lo soy.
- Que lo sois, ¿qué? Eres muy complicada
- Que soy una privilegiada, mi arcángel... y por un motivo que no os va a agradar... – dije yo pensando en los fogosos besos de Magdalena - perdón... ¿cómo os llamais?
- Gabriel
- Gabriel: un gustazo. María
- Lo sé. Pero sigamos con el temita de la anunciación ¿cuál es el privilegio de decir no?
- Mirad Gabriel como son las cosas: en este son todas más o menos iguales y vos habeis dado justo con la excepción.
- Sí, por eso os ha elegido el Señor.
- A ver – desafielo yo – ¿Porqué soy una excepción para el santísimo?
- Sois virgen
Cuando dijo “virgen” entonó el coro celestial: “Virgeeeeeeeeen”. Más, todos vosotros estais equivocados, asegurele al ángel. Y él:
- ¿Cómo?
- Como os digo. Y hay más para contaros pero prefiero mantenerlo en secreto. No os enojéis pero este es un pueblo chico.
- Y, ¿Dios...?
- Dios, ¿qué?
- ¿Cómo Dios no lo sabe?
- Bueno, suponíame yo que Dios conocíame mejor que nadie. Que estábame habitada por su espíritu y que yo habitaba el suyo y los dos en la casa de mi padre, con quién discuto seguido pero que también tiene a Dios adentro. Y creíale yo que Dios peleábase con Dios cuando mi padre y yo discutíamos. Que cuando una vez mi padre voló un cabrito por los aires, también volólo a Dios, que en el cabrito había. Que en paz descanse, pero de todos modos nos lo íbamos a comer otra noche si no era esa.
- ¿A Dios?
- No, al cabrito.
- Me estáis mareando. No estoy preparado para tanto. Además yo solo he venido a anunciaros lo que Dios me ordenó hoy por la tarde: “Ve y dile a María que tendrá un hijo mío. Nunca ha estado con un hombre pero en su vientre engendrará un niño”
- ¡Dios me libre! – grité desesperada – Para destino mío suena un poco bizarro. Por otra parte, debo explicaros que el Señor ha recaído en un error al pensar que soy virgen… es cierto, no he estado con un hombre, pero la virginidad puede perderse de muchas maneras.
Luego de estas palabras sobrevino el silencio. No escuchábale yo sino el piar de los pájaros a lo lejos o el lento andar de una carreta romana perdida en la oscuridad con un gladiador arriba. Todo parecíame vuelto a la normalidad cuando de pronto la voz del arcángel retornóme a los oídos:
- ¡Oh! ¡Qué ridículo me siento! – lo escuché, más, yo seguía sin mirarlo porque dañabame la luz que de él salía. Tan grande era – ¿puedo sentarme? Casi caigome redondo del impacto.
- Sí – dije -, sentaros. Y ya que estais ¿no os cubriríais con esta manta negra, así puedo abrir mis ojos?.
El ángel se tapó al fin, esa luz me destruía la visión. Al levantar los párpados vi que sus alas se curvaban y bajo la manta opacábase el intenso brillo, imaginé que por desilusión. De súbito, espetó:
- ¿Sabés María? No tengo ganas de pasarme la eternidad comprendiendo ¡Ya estoy cansado! ¡Que ve para allí y que digas esto! ¡Que no nací para profeta, que yo sí! ¡Que anunciale tal cosa y aparécete en tal lugar! ¡Que no soy virgen! ¡Que esto, que lo otro! ¡Llevo años componiendo músicas para diferentes ocasiones y si hago esto es para poder cantar con mi coro, y nada más! ¡Porque lo que gustame es cantar! ¿Entendeis? ¡Amo la música, más que a dios, más que a nada! ¡Así que me voy y arreglaros directamente con Él! ¡Conmigo se acabó!
Así nomás disipose el arcángel loco y a diferencia de cómo había llegado se fue de mi lado sin hacer aspavientos. Solo dios habrá visto la luz extinguirse en la ventana, apagarse la estrella de su sueño fugaz en la inmensidad de la noche.

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