jueves, 12 de agosto de 2010

Espacios naturales por Teresa Arijón





Quiero compartir con ustedes las palabras que leyó Teresa Arijón en la presentación de Espacios naturales, mi último libro publicado. Pasaron algunos meses desde entonces, pero hace poco que tengo este texto conmigo y nunca es tarde cuando la dicha es buena!

“Un nene se duerme dejando un vaso de leche al lado de su cama, en el suelo. Un ratón se bebe la leche. El nene se despierta y, al encontrar el vaso vacío, se pone a llorar. El ratón apenado se va a buscar a la cabra para que le dé leche. La cabra no tiene leche porque necesita pasto. El ratón sale al campo, a buscar pasto para la cabra. Pero, como no hay agua, tampoco hay pasto. El ratón, que es muy cumplidito y parece tener todo el tiempo del mundo, va a buscar agua al pozo para regar el pasto para que coma la cabra y dé leche para el nene. Pero el pozo no tiene agua porque tiene grietas. Entonces el ratón va a buscar al albañil para que lo arregle. Pero el albañil no puede arreglar el pozo porque no tiene piedras. El ratón, cansadísimo pero sin perder el espíritu, va a la montaña a buscar piedras. Pero la montaña no quiere saber nada porque le han talado todos los árboles y parece un esqueleto. “A cambio de tus piedras,” le dice el ratón, que por lo visto promete por otros “cuando sea grande el nene plantará muchos árboles en tus laderas”. Después, el niño tiene leche de sobra. Y agua tiene el campo. Y pasto la cabra. Y cuando el nene crece y se hace hombre, planta los árboles el ratón había prometido y los árboles crecen y dan frutos y flores y la tierra de la montaña vuelve a ser fértil.”

Quise empezar con este cuento, que Antonio Gramsci — el menos dogmático de los pensadores revolucionarios del siglo xx según John Berger— escribió en 1931, en una carta, desde la cárcel, para sus dos hijos pequeños. Quise empezar con este cuento porque alguna vez leí que el parecido es un don, y es siempre inconfundible. Y porque encuentro ese parecido entre la visión de mundo que presenta Paula Jiménez en Espacios naturales y el cuento del ratoncito esforzado que, tras haberse bebido la leche del niño y haberse propuesto enmendar ese acto y calmar ese llanto, le devuelve —por una concatenación de hechos, por pura causalidad y por obra del destino— la fertilidad a una montaña.

Así es el mundo que nos propone Paula, o al menos el que he podido entrever en estas primeras aproximaciones a sus poemas: un mundo de laboriosa intensidad, de bondadoso entendimiento, donde todo está unido a todo, o cada cosa a otra cosa, incluso en la separación. Un mundo, por eso mismo, compasivo. De compasiva inteligencia, diría. Y de dolorosa aceptación. Un mundo tangible, como creemos tangible nuestra vida diaria, colmada como está de pequeños interludios reveladores. Un mundo donde el amor es presencia, aun en la ausencia. Un mundo sumido en la inquietud, también, y en las preguntas por la vida que pueden ser las de cualquiera de nosotros, las de un niño, las de un anciano. Un mundo donde paso a paso se encuentran algunas respuestas; un mundo, en suma, generosamente tranquilizador

y salvo / los sauces inclinados sobre el río / nada llora.

Así concluye el último poema de Espacios naturales, el que da nombre al libro. Y esa es la sensación —fresca, exacta, complacida— que deja su lectura: la imagen en el ojo, la que entró por la pupila como por un canal infinito y fue directo —entre todos los lugares probables que puede alcanzar aquello que la escritura fija— a un lugar donde se cruzan los pensamientos y las emociones: el lugar de un saber acaso solitario, el de la poesía, y en este caso solidario, diría, por su manera de darse a entender, de partirse y de compartirse.

Viaje de un largo día hacia el día, los “espacios naturales” abren aquí — ¿o son? — intersticios, intermitencias, temblores íntimos de aquello que compone lo que entendemos como “la vida humana”. Viaje en el puro ritmo de la palabra, como un viaje en bicicleta: casi siempre pausado — como si Paula quisiera darnos y acaso darse más tiempo para pensar —, con sus marchas y contramarchas, sus subidas cuesta arriba, sus descensos veloces entregados al declive, al vértigo, al devenir. Y la materia — ese misterio que la preocupa con insistencia — que aparece y desaparece, y es cifra y clave de Espacios naturales.

Componiendo una realidad “asible”, los elementos se conjugan para hacernos conocer nuestra finitud, pero también, nuestra posible belleza. En constante cadencia que absorbe, imanta y vuelve a proyectar cada imagen — redescubierta, resignificada — en el tiempo.

Con los pies sobre la tierra, su bienamada, Paula persigue lo no visto a través de lo que ve, porque en ella ver equivale a fluir: Nunca sé más de lo que veo, dice. Atenta al detalle que a otros se nos escaparía: durante unos instantes un rasgo aislado — un pimpollo que abandona su gesto ensimismado— se apropia de su perspectiva y la impulsa a desvelarlo en el poema.

Como tocar una ausencia, cuya aparición llega casi imperceptible: quizás sea la causa de la imagen / que un ojo sepa, conozca su vacío.

Y la naturaleza ahí — la siempreviva —, amable y envolvente, tan amable — porque Paula la vuelve cercana — que parece estar al alcance de nuestra mano: una tempestad, una brisa, una lluviecita terca, un pájaro: todo podemos tocar y todo nos toca. No hay nada que nos sea ajeno.

Y también, ante tanta extrema fugacidad, el desasosiego de no poder quedarse, permanecer, de no poder fijar el momento que creemos — o es o ha sido — perfecto; el desasosiego del eterno movimiento, de tener que pasar. Y el dolor de haberlo comprendido. Y lo que eso conlleva: una serena alegría.

Y eso quisiera celebrar ahora, lo que deja Espacios naturales después de su lectura: un generoso bienestar. El deseo, y el impulso, de seguir andando. La respuesta bondadosa y compasiva a las humanas preguntas de siempre. Desde la que Diana Bellessi llama “la pequeña voz del mundo”: la poesía.